Hace ya algunos años, un joven bastante tímido, se inscribió en la clase de salsa que yo impartía en un estudio de la ciudad. El primer día de clase, vino con unas zapatillas rojas. Lo recuerdo a la perfección porque una de las jóvenes asistentes le hizo un comentario al respecto. Se presentó diciendo que se había apuntado porque necesitaba cambiar su rutinaria vida después de su trabajo como informático.
Después de esa primera clase estaba convencido de que no volvería, pero me equivoqué. En la segunda, lo noté cambiado: mucho más suelto y desinhibido con sus parejas de baile. Por supuesto, vino acompañado de sus zapatillas rojas que tanta admiración había causado entre sus compañeras. Me sorprendió que varias jóvenes compitieran entre ellas para bailar con él. Todas parecían querer conocerlo y debo admitir que llegué a sentir celos por tanto interés.
Un par de sesiones después, el informático se jactaba conmigo antes de empezar, de su supuesto éxito entre las mujeres y de lo suelto que se sentía bailando. Presumía de ser el centro de atención por sus pases de baile. Yo, a diferencia de él, pensaba que era un pato mareado y esperaba que su destreza con la informática fuese inversamente proporcional a su habilidad para el baile.
No había pasado ni un mes cuando el número de jóvenes que se disputaban ser su pareja había disminuido a una. Al finalizar la clase las chicas me preguntaron si podían hablar conmigo. Ninguna de ellas quería volver a ser la pareja de baile del informático, al parecer se propasaba con ellas, su actitud lasciva las incomodaba. Reconozco que creí que exageraban y que se trataba de un malentendido. Así se lo comuniqué a las chicas, sin embargo, en la siguiente clase pedí que bajaran un punto su lujuria bailando. Supuse que lo había entendido, pero durante la clase puse más atención en su comportamiento.
Por primera vez en mi vida, sentí asco al ver bailar a alguien. Su ardiente pasión rozaba lo libidinoso y su carácter magnético de los primeros días había cruzado el límite y se había tornado en un comportamiento totalmente invasivo. Venía la incomodidad en las miradas de las pocas jóvenes que se habían ofrecido a darle una segunda oportunidad. Luchaban por zafarse de sus manoseos y por separarse de su cuerpo. Al finalizar la clase, me disculpé con las chicas y les prometí que tomaría medidas. Ellas me dejaron claro, que si él volvía, ellas dejarían de venir.
La última vez que vino a mis clases, intenté hacerle entender que su comportamiento era inaceptable, pero en lugar de provocar en él un sentimiento de culpa y obtener un compromiso de corregir su actitud, se puso a la defensiva. En ningún momento, aceptó que se hubiera propasado, estaba convencido de que eran imaginaciones mías y que las chicas estaban encantadas con sus movimientos. Le expliqué que habían sido ellas quien me habían dado un ultimátum: o él o ellas. Su respuesta fue que lo hacía por dinero y que ellas eran unas estrechas. No me quedó más remedio que expulsarle y pedirle que no volviera.
¿Por qué me he decidido a contarlo ahora? Pues, porque ayer me lo encontré por la calle. Me paró y me estuvo contando que aquel incidente le había hecho reflexionar sobre su comportamiento y que había aceptado que su deseo y pasión se habían descontrolado, que reflejaban una mentalidad errónea y una falta de respeto hacia las mujeres. Lo que le había llevado a unirse a un programa educativo para desaprender las nociones de machismo que había normalizado, reconociendo que el respeto, la igualdad y el consentimiento eran fundamentales en cualquier interacción humana. Ya ahora entendía mejor el feminismo y cómo contribuir a una sociedad más equitativa y respetuosa para todos.
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