—¿Tú eres Pepe, mi amigo, no?
No me atrevo ni a mirarle, llevaba meses ocultándoselo y, ayer, acabó descubriéndolo. Sabía que iba a terminar pasando, pero no había tenido el valor de mirarle a los ojos y decírselo. Su amigo Pepe. Sonaba tan raro, tan lejano. Parece que todo ocurrió en otra vida. Una infancia llena de miedos e inseguridades. No sé por qué he vuelto ni por qué me quedé en este maldito pueblo. Vine a vender la casa de mis padres y cuando me crucé con él, no pude volver a irme. Trajo al presente, los recuerdos que durante años había escondido en un lugar de mi memoria donde no dolían.
—¿Por qué no me lo has contado? —me vuelve a preguntar Lucas.
—Queda poco en mí, de esa persona que conociste —le respondo.
—Te equivocas. Desde el primer momento en el que te vi, supe que te conocía. ¡Debes de pensar que soy un idiota por no reconocerte!
Habían pasado tres lustros desde la última vez que nos vimos. Tenía doce años cuando dejé el pueblo, o mejor dicho, desde el día que mis padres me echaron de casa. No pudieron aceptar los sucesos que acontecieron ese día. Con el tiempo, acabé perdonándoles. Simplemente, no pudieron soportarlo, no era su culpa; sino de la educación con la que se habían criados.
—¿Dónde has estado? —me pregunta Lucas.
—Primero estuve en un internado y después mi tía Ana vino a rescatarme.
Cuando mi tía se enteró de lo ocurrido, vino al internado y me ofreció: su casa, su amor y su apoyo. Todo lo que mis padres no supieron darme. Fue la primera en conocer mi secreto y no tardó ni un segundo en ponerse a buscar toda la ayuda que pudo encontrar. Aunque solo con que ella me comprendiera, para mí ya era suficiente; pero hizo mucho más que eso. Me libró de una vida entre tinieblas.
—¿Cómo se lo tomaron tus padres? —le pregunto.
—Me castigaron, después de que tu padre le contara lo ocurrido con pelos y señales, estuve muchos meses encerrado en casa. Solo me dejaban salir para ir al instituto. Me levantaron el castigo cuando empecé a interesarme por una compañera.
—¿Se enteraron en clase?
—No, pero todos te vieron y yo estaba contigo ese día.
Ese fatídico día en que creí que sería buena idea dejar que mi yo más oculto saliese y se mostrase al mundo. ¡Cómo pude pensar que saldría bien! Si no hubiera sido por Lucas, mis compañeros de clase me habrían linchado. Me sacó de la plaza del pueblo y me llevó medio en volandas hasta el mismo lugar en el que estamos ahora, un meandro en el río al que solíamos venir a nadar durante los veranos.
—Sabía que te encontraría aquí —me dice Lucas, sentándose a mi lado y pasándome el brazo por encima del hombro de la misma manera que hizo aquel día y yo me dejé caer sobre su hombro.
Después de llevarme hasta nuestro lugar secreto, Lucas me abrazó hasta que el sol desapareció por el horizonte. Deberíamos habernos puesto en marcha, no tardaría mucho en hacerse de noche y nos costaría mucho encontrar el rumbo de vuelta a casa. Sin embargo, Lucas no quería irse. Me miraba afligido mientras me secaba las lágrimas que se resistían a abandonar mi cara. Al notar su mano fría en mi cálida mejilla, sentí un escalofrío que me recorrió cada átomo de piel. Solo los rayos de la luna nos observaban cuándo Lucas apartó uno de los mechones que caían sobre mis ojos, colocándomelo detrás de la oreja. Lentamente, se acercó hasta mí y cuando me quise dar cuenta sus labios estaban sobre los míos. Ni en mis mejores sueños había imaginado que eso pudiera ocurrir. Mi cerebro dejó de tener el control y me dejé llevar. Nuestra amistad infantil había dejado paso a algo más, a un amor clandestino. Aunque, a la oscuridad no le importaba que fuera algo prohibido. A la oscuridad no, pero a la luz de la linterna de mi padre sí. Sin decir nada, me agarró con furia del brazo y me llevó arrastras todo el camino de vuelta. Ese fue, mi último día en el pueblo.
—Llevó años dándole vueltas a lo que me pasó ese día. Nunca llegué a entender por qué me sentí atraído por ti. ¡No era gay! Ahora lo sé —me suelta de pronto mientras sus ojos, verde oliva, liberan serotonina en mis neuronas.
—Yo tampoco lo soy —le digo, permitiendo que una sonrisa se dibuje en mi cara.
Ese día conseguí salir de la oscuridad y permití que mi verdadero yo, fuera libre por unas horas. Llevaba semanas decidiendo de que me iba a disfrazar en carnavales. Al final, elegí un vestido de color rosa que mi madre guardaba en el desván y que acabó tan raído como mi alma entre las ramas de la maleza. Perdí la autoestima de la misma manera que la peluca rosa que llevaba a juego en lo más recóndito del valle y la máscara de pestañas diluida por mis mejillas, al igual que mi yo genuino lo hacía por el camino polvoriento. Solo alguien tan especial como Lucas pudo ser capaz de mirar más allá de un simple envoltorio, deshacerse de las miles de capas que había construido a mi alrededor para protegerme y descubrir quién era en realidad.
—Yo solo quería ser una más de las chicas —le confieso al borde de las lágrimas.
—Siempre fuiste Penélope para mí, solo que todavía no lo sabía.
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