No he avanzado ni cinco pasos desde que empezó mi travesía por el bosque cuando todo a mi alrededor se vuelve borroso.
Los colores del follaje se mezclan y se deslizan por los troncos como si alguien hubiera volcado cientos de frascos de pintura encantada.
Mi canción favorita, que hace un instante canturreaba en mi mente, se disuelve poco a poco en el murmullo de las hojas, similar a cuando te sumerges en el río y el mundo exterior se apaga.
Los sonidos se vuelven espesos, casi palpables.
Los siento en la boca, los saboreo, mastico cada nota y parece que un fruto jugoso explota en mi lengua.
Algo cruje en mi interior. No es dolor, pero tampoco placer. Es la sensación de ser moldeada, desdoblada en partículas diminutas que se entrelazan con el bosque. El sendero respira conmigo, la tierra late bajo mis pies al ritmo de mi corazón. Una pulsación dorada se filtra entre las ramas, oscilando al compás de unas llamas azules que quieren acariciar los troncos ancestrales.
Un chasquido.
La gravedad se disuelve cual espejismo, y de pronto, tu cuerpo queda suspendido en un vacío denso, impregnado de incienso y un sutil aroma a tierra húmeda y raíces vivas, como si el aire se hubiese vaciado de toda sustancia. Tu propia respiración es un eco lejano hasta que no sabes si estás inhalando el bosque o si, de alguna forma, te has convertido en él.
Los árboles se desvanecen en una transparencia absoluta y el mundo se despliega como un tapiz infinito. Frente a ti, un océano de formas en constante mutación se expande hasta donde tu vista alcanza, con colores y geometrías vivas que parecen criaturas hechas de viento y memoria.
Flotas en la nada, te mueves con suavidad mientras atraviesas un mandala colosal tejido con milenios de historia, donde las huellas del tiempo y la memoria de los espíritus danzan en armonía.
El tiempo se deshace, se estira y se encoge sin patrones, sin relojes que lo midan, sin una estructura que lo contenga.
Cada segundo se dilata hasta parecer una eternidad, y en ese océano infinito te desvaneces, te fragmentas, te expandes en un sinfín de raíces, hojas, cantos y fuegos fatuos.
Eres todos ellos y ninguno a la vez.
Entonces, el Claro de Venus emerge en el horizonte.
No es solo un claro, es un sueño incandescente, un corazón del bosque que late con destellos rojizos y anaranjados que arden como un sol agonizante. Sus cielos burbujean con neblinas doradas, atravesadas por relámpagos verdes que desgarran el firmamento y dejan cicatrices en el viento.
Un aire cargado de resina espesa parece alcanzarte, aunque no sabes si lo respiras realmente o si es solo un espejismo de tu mente errante.
La atracción del claro te envuelve, su energía te atrapa con una fuerza irresistible. Te arrastra hacia él. Una caída inevitable, vertiginosa, un cometa desbocado que acelera hacia su destino.
El vértigo te oprime el estómago y sientes una certeza irracional, una sensación ineludible de que, en cuanto toques el suelo, serás desintegrada por un lago hirviente de savia en una muerte que ya no importa.
Pero nada de eso sucede.
Tu cuerpo se posa con la suavidad de una hoja.
Se me escapa un suspiro cuando el claro se abre y me envuelve un resplandor azul.
La ciudad se despliega con formas que desafían la lógica.
Estructuras vegetales, enormes hongos luminosos, copas de árboles talladas como torres, se retuercen con formas irregulares y oscilan al ritmo de una música inaudible.
Bajo mis pies, el suelo palpita con un resplandor líquido, como si la propia ciudad estuviera viva.
Dos figuras surgen de la neblina. A simple vista parecen humanas, pero hay algo en ellas que me pone los nervios de punta.
Tal vez sean sus rostros que parecen leerme, reflejando mis propios pensamientos antes incluso de que los tenga.
Se detienen frente a mí y, sin mover los labios, sin siquiera un gesto, sus voces resuenan directamente en mi mente.
—Llevarlo al cuartelillo, ya lo interrogaremos cuando se le pase el colocón.
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