Son frágiles. Tan hermosas en su inocencia, inconscientes de su propio esplendor. Se mecen con el viento, susurrando secretos que nadie escucha, confiadas en su efímera belleza. Algunas se abren demasiado pronto, otras esperan demasiado. Todas creen que el tiempo es suyo, que su belleza durará para siempre.
Las veo por todas partes. La juventud radiante juega con la luz del sol, sonrisas que desafían la fugacidad de la existencia. Se sienten inmortales, como si la muerte fuera solo una historia lejana que no les concierne. Pero no saben que hay manos que deciden por ellas, que el destino no siempre se rige por su voluntad.
La primera vez que corté un capullo fue por amor. Era el 21 de marzo, el equinoccio de primavera. Recorría un jardín bañado en la luz tibia de la mañana cuando vi la rosa perfecta, a punto de abrirse. Con delicadeza, deslicé mis dedos por su tallo y, con un corte preciso, la separé de la planta. Sentía que le entregaba un fragmento de pureza a aquella joven de ojos verdes y sonrisa perfecta. Pero ella no lo vio así.
Sus dedos apenas rozaron el tallo antes de dejarlo caer sobre la mesa. Una flor perfecta, ignorada. Se marchitó allí, sin que ella volviera a mirarla. Algo en mí se marchitó también. Comprendí lo efímero de la belleza, lo injusto de su arrogancia. Y supe que, desde entonces, sería yo quien decidiera cuándo y cómo deberían marchitarse.
Como cada año, al inicio de la primavera, observo y escojo con paciencia. Espero hasta encontrar la más bella, la más perfecta. La sigo en silencio, admirando su gracia involuntaria, la manera en que se abre al mundo sin sospechar que el tiempo es un enemigo oculto. Y cuando llega el instante preciso, cuando la maduración es absoluta, mis manos se convierten en destino.
Esta noche, mi víctima es una estudiante de arte. La he visto muchas veces en el parque al atardecer, siempre con la mirada en otra parte, ajena al mundo que la rodea. Soñadora. Vulnerable. Cree que la oscuridad no la alcanzará. Qué equivocada está.
La sigo con la paciencia de quien conoce el desenlace. Su respiración se altera cuando nota mi presencia, pero ya es tarde. Mi mano es firme, el acto, preciso. El filo corta el aire como una caricia y ella se desploma en silencio. Solo un suspiro escapa de sus labios antes de que el frío la reclame.
En su mano, deposito un capullo cerrado.
—Tu muerte llega antes del florecer de tu vida —murmuro—. Es justo. Es perfecto.
Contemplo mi obra, el cuerpo inmóvil bajo la luz pálida de la luna. Pero algo rompe la armonía de la escena. Una flor abierta cae junto a mis pies. No la corté yo.
Alzo la vista. En la penumbra, un hombre me observa. Su figura es un bloque de sombra, pero su rostro... su rostro me resulta familiar. Y entonces lo recuerdo. Lo he visto antes. En las noticias. En la televisión. Con la foto de su hija desaparecida entre las manos.
La hija que yo tomé.
Un destello metálico. Un movimiento decidido. La pistola apunta directo a mí.
—Tu vida acaba antes de que se marchite tu flor —dice con voz firme, contenida.
Por primera vez en mi vida, siento miedo. Miedo real. El disparo corta la noche con su rugido. El impacto me sacude, me arroja hacia la nada. Mientras caigo, busco consuelo en mi propia lógica.
Pero no lo hay.
Solo el frío de la primavera, reclamando su última ofrenda.
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