12 marzo 2025

Un negocio floreciente


Doña Rosa avanza lentamente por la acera, arrastrando dos enormes bolsas de tela, una en cada mano. Sus pasos son cortos, pero firmes, y cada vez que el peso de las bolsas la obliga a detenerse, resopla con una mezcla de esfuerzo y satisfacción. Nadie podría decir que es una mujer débil. Ha vivido lo suficiente como para saber que, en este mundo, hay que buscarse la vida como sea.
     El viento de la tarde sacude los pliegues de su abrigo raído y juega con los pocos mechones de cabello plateado que se escapan de su moño. Los transeúntes la miran con curiosidad, algunos con simpatía, otros con simple indiferencia. Pero ella no les presta atención. Tiene cosas más importantes en qué pensar.
     Lo que no nota es que una de sus bolsas tiene un pequeño agujero en la base. Con cada paso que da, un billete de 20 € se desliza silenciosamente al suelo. Primero uno, luego otro. La brisa los arrastra con suavidad sobre la acera, como si fueran hojas secas en otoño.
     Un policía que patrulla la zona se detiene en seco al ver los billetes esparcidos en el suelo. Frunce el ceño y sigue el rastro con la mirada, hasta que su vista se posa en la figura encorvada de Doña Rosa, quien sigue avanzando sin darse cuenta de nada.
     Se acerca con paso decidido y le corta el paso con delicadeza.
     —Señora, disculpe —dice con voz firme pero educada—. Está perdiendo dinero.
     Doña Rosa parpadea sorprendida y gira la cabeza para mirar detrás de ella. Ve los billetes esparcidos en la acera y suelta una exclamación ahogada.
     —¡Válgame Dios! —dice llevándose una mano al pecho—. ¡Y yo sin darme cuenta!
     Sacude la cabeza y suspira, con la expresión de quien ha cometido un descuido imperdonable.
     —Tendré que volver a recogerlos —añade—. Gracias por avisarme, joven.
     El policía, sin embargo, no se mueve de su sitio. Hay algo en toda esta situación que no le cuadra.
     —Un momento, señora —dice, mirándola con recelo—. ¿De dónde ha sacado todo este dinero?
     Doña Rosa le devuelve la mirada con confusión genuina.
     —¿Cómo que de dónde?
     —Me refiero a… ¿es suyo?
     —Pues claro que es mío. ¿De quién más va a ser?
     —¿Y cómo lo consiguió?
     La viejecita suspira y baja la mirada por un instante, como si estuviera considerando si responder o no. Finalmente, se acerca un poco más al policía y baja la voz, dándole un aire de conspiración.
     —Verá, joven —dice—, mi casa está justo detrás del estacionamiento del estadio de fútbol. Y resulta que los días de partido, los aficionados llegan con demasiada cerveza encima y… bueno, ya se imaginará lo que pasa.
     El policía asiente con un gesto serio. No es la primera vez que recibe quejas sobre hinchas orinando en cualquier rincón disponible.
     —Pues estos sinvergüenzas —continúa Doña Rosa—, en vez de usar un baño como Dios manda, van y se ponen a mear en mis flores. ¡Mis flores, joven! Que yo riego y cuido con tanto cariño.
     Su voz se llena de indignación y el policía tiene que hacer un esfuerzo para no sonreír ante la vehemencia de la anciana.
     —Así que me dije: «Rosa, tienes que hacer algo al respecto». Y lo hice.
     El policía levanta una ceja.
     —¿Qué hizo?
     Doña Rosa se endereza un poco y habla con orgullo.
     —Me escondo detrás de los arbustos con unas tijeras de podar. Y cuando están… ya sabe, en plena faena… les agarro el asunto y les digo: “Dame 20 € o te lo corto”.
     El policía abre la boca, pero no sale ningún sonido. Parpadea un par de veces, procesando lo que acaba de escuchar.
     —¿Me está diciendo que…?
     —Exactamente —asiente Doña Rosa con satisfacción—. Y funciona.
     El policía suelta una carcajada inesperada y se lleva una mano a la frente.
     —Bueno… desde luego es un método poco convencional.
     —Pero efectivo —remata Doña Rosa—. Ahora mis flores están más bonitas que nunca.
     El policía sigue riendo y niega con la cabeza, todavía sorprendido por la audacia de la anciana. Pero entonces se fija en la otra bolsa que arrastra la mujer, mucho más grande y pesada que la primera.
     —Y… ¿qué hay en la otra bolsa?
     Por primera vez en toda la conversación, Doña Rosa cambia de expresión. Su rostro se ensombrece un poco y suspira, como si la pregunta le pesara en el alma.
     Levanta la mirada hacia el policía y le responde con voz pausada, mirándolo fijamente a los ojos.
     —Bueno… no todos pagan.
     El policía se queda en silencio, parpadeando con incredulidad. Mira a la anciana, luego a la bolsa, y luego otra vez a la anciana. Su mente trata de procesar lo que acaba de escuchar, pero ninguna respuesta lógica parece encajar en la situación.
     Abre la boca para decir algo, pero no encuentra las palabras adecuadas. Finalmente, da un paso atrás, se aclara la garganta y sin apartar la vista de la bolsa.
     —Bueno… —murmura, con la voz ligeramente temblorosa—. Que tenga un buen día, señora.



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