07 mayo 2023

El día que Benidorm dejó de ser Benidorm



¿Alguna vez os he contado lo que ocurrió el 24 de julio del 2021? 

      Era mi último día de vacaciones, paseaba por la orilla de la playa de Poniente en Benidorm. Una semana alejada de la rutina después de un año y medio de pandemia. Todavía era obligatoria la mascarilla, pero era un pequeño precio a pagar a cambio del sol, la playa y la tranquilidad. Aunque la mayoría de los veraneantes se resistían a usarla. A las nueve de la mañana el sol ya estaba en plena ebullición. Decidí volver a mi toalla para darme un baño y al girarme, divisé una cortina de humo rodeando los edificios situados en el extremo opuesto de la costa a la altura del Rincón de Loix. Una tímida brisa empezaba a levantarse, jugueteaba: descubriendo algunos edificios y ocultando otros.
      Cuando la bruma alcanzó el islote, muchos turistas sacaron sus móviles para hacer fotografías. El islote, siempre visible desde cualquier punto, fue sucumbiendo hasta quedar oculto, convirtiendo la playa de Benidorm en una playa cualquiera. Eso fue solo el principio. Los edificios de Levante, también, cedieron ante la calima. Justo cuando estaba llegando a mi sombrilla, la neblina saltaba el mirador y avanzaba hacia nosotros.
      A partir de ahí todo se aceleró. La niebla nos acechaba ahora en todas direcciones como queriendo atraparnos en el centro. Una bandada compuesta de cientos de pájaros: palomas, gaviotas y albatros, que reposaban tranquilamente al final de la arena, levantaron el vuelo sin previo aviso. Venían hacia mí en su huida hacia el mar. Me agaché por puro instinto, cubriéndome la cabeza. Una fuerte ráfaga de viento cargada de arena me obligó a cerrar los ojos. Sus estridentes graznidos me provocaron un escalofrío que me recorrió hasta el último pelo del cuerpo. Y de pronto… nada. Ni viento. Ni arena. Solo silencio. Los graznidos se cortaron de golpe. Las voces humanas cesaron. Ni siquiera el susurro de las olas. Me puse de pie, abriendo los ojos. Un humo espeso me rodeaba. Lo acaricié y este se movía, ocupando el espacio que mi mano iba dejando libre. Nunca antes había visto una niebla tan opaca. Incluso los rayos de sol eran incapaces de atravesarla, disfrazando el día de noche. Lo único que me rodeaba era… el vacío. Un abismo infinito. Un vértigo repentino me hizo perder el equilibrio y caer sobre la húmeda arena. Un silencio que helaba la sangre y aceleraba el corazón.
      No fui capaz de ponerme de pie y avancé a gatas. El contacto con la arena me proporcionaba una extraña sensación de seguridad hasta que me encontré con la paloma… reposaba sobre un charco de sangre. La postura de su cuello evidenciaba que estaba roto. Me puse de pie de un salto y retrocedí tambaleándome hasta que tropecé con algo bajo. Una hamaca. La de la mujer tan amable que cada día me guardaba el sitio. Me giré y una luz blanca cruzaba por delante de mis ojos. «¿Viene de abajo o de arriba?». El móvil que reposaba en las manos de la mujer iluminaba su cara. Ojos inertes. Ceño y nariz fruncidos. Su boca desencajada. 
      Intenté salir corriendo, aunque mis pies no se movieron y caí de bruces. Su cara impertérrita a escasos centímetros de la mía. «¿Muerta?». No me atreví a tocarla. Retrocedí como un cangrejo gigante. Mi mano rozó algo duro. La retiré instintivamente y miré de reojo. ¿Una zapatilla de playa? «Relájate», me ordené. Volví hasta mi toalla. ¡Tengo que pedir ayuda! «Mi móvil», recordé. Busqué a tientas en la bolsa sin atreverme a bajar la vista, mirando aterrada en todas direcciones, hasta que di con él. Pulsé sobre el botón de encendido. Nada. Lo intenté de nuevo. Tampoco. Lo arrojé dentro y me colgué la bolsa en el hombro izquierdo. «¿El coche?», pensé. Extraje la sombrilla de la arena y me quedé solo con la parte de abajo para usarla a modo de lanza. Avance lentamente hacia al paseo marítimo. ¡Agua! Demasiado quieta. Me costó unos segundos ser consciente de que iba en dirección contraria.
      Estaba a punto de darme la vuelta cuando algo llamó mi atención. La niebla se agitaba de forma constante: izquierda, derecha, izquierda… Solté la bolsa y me metí en el mar inerte. Un albatros flotaba a unos pocos metros. Lo rodeé. Entonces vi una sombra que se movía en silencio. Avancé. Era un niño montado en su colchoneta. Estaba despierto. Intenté hablarle, pero mis palabras no sonaban. Se llevó la mano a la mascarilla de Spiderman y después un gesto de negación. 
      Iba hacia él cuando levantó su palma. Paré al instante. Una decena de palomas y gaviotas flotaban inmóviles. Me abrí paso entre sus cuerpecillos, Sentí un ligero repelús cuando rozaron mi piel desnuda. Tiré de la colchoneta para remolcarlo hacia la orilla. No se movía, parecía anclada. Le hice un gesto para que viniera a mis brazos. Sus ojos se abrieron de par en par, fijándolos en un punto detrás de mí. Seguí su mirada. La niebla giraba frenéticamente como succionada desde arriba. El sol se abrió paso deslumbrándome. Cientos de pájaros levantaron el vuelo sincronizados. Sus alas me golpeaban.
      Los graznidos volvieron. Los murmullos de la gente, también. Los veraneantes parecían aturdidos como recién despertados de una siesta. De pronto una ola, apareciendo de la nada, me golpea lanzándome hasta la orilla. La bruma se alejaba… lentamente. El cielo volvía a ser azul. El mar se expandía hasta el horizonte. El islote había desaparecido. Busqué mi hotel. El Poseidón no estaba. Tampoco el edificio Intempo. Ni el Gran Hotel Bali. El mirador, en cambio, me devolvía la mirada. La neblina seguía su retirada. Sin embargo, ninguno de los rascacielos de la playa de Levante aparecían de nuevo.
      —¿Dónde están los rascacielos y la isla? —pregunté en voz alta.
      —Benidorm nunca ha tenido edificios de más de cinco plantas y la isla de Ibiza tampoco se ha visto, jamás, desde aquí —me respondió un viejo lugareño.
      Busqué al niño de la mascarilla. Había desaparecido al igual que la niebla. Corrí tan rápido como pude hasta mi coche y abandoné la ciudad.

Y así fue como Benidorm nunca más volvió a ser la ciudad de los rascacielos y como su isla desapareció para no volver jamás.



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