26 marzo 2025

Anástasis


Me enfrento al espejo y veo a un extraño. Mi reflejo está resquebrajado, como si una grieta invisible serpentease desde mis pupilas hasta lo más hondo de mi ser. Intento respirar, llenar mis pulmones de algo más que este aire viciado, pero el oxígeno se detiene a mitad de camino, atrapado entre el peso de la culpa y el vértigo del vacío. Es como si unos dedos invisibles se cerraran en torno a mi garganta, negándome el aliento justo para recordarme que sigo aquí, sumido en mi propia miseria.
      A veces siento que no sé. No sé cómo moverme sin caer, cómo hablar sin herir, cómo existir sin lamentarlo. Cada paso que doy es un eco de errores pasados, una prueba irrefutable de mi propia torpeza. Sé que todo lo que haga o diga terminará mal, y aun así, no puedo dejar de intentarlo. Es una condena, una ironía cruel: la necesidad de avanzar sabiendo que cada intento solo sumará más cicatrices a la piel ya desgarrada de mi conciencia.
      Hubo un tiempo en que todo estaba bien. No sé cómo, ni siquiera sé por qué. Solo sé que alguna vez hubo luz, y que fui yo quien la apagó. No hace falta que nadie lo señale; las ruinas que dejé atrás hablan por sí solas. Fui yo quien redujo todo a cenizas, quien tomó lo que tenía entre las manos y lo desmoronó hasta convertirlo en polvo. Ahora, al intentar recuperar los restos, descubro con amarga ironía que se deshacen antes de que siquiera pueda sostenerlos. Como si nunca hubieran existido, como si todo lo que alguna vez importó se hubiera evaporado en el fuego que yo mismo encendí. Me pregunto si alguna vez merecí aquella felicidad, o si siempre estuvo destinada a escaparse de mis manos, como el agua filtrándose entre grietas demasiado profundas para sellar.
      No quise verlo. Me convencí de que el mundo tenía la culpa, de que era un simple espectador de mi propio desastre. Pero fui yo. Yo fui el demonio que lo destrozó todo, el que arrancó de su vida lo que más deseaba. Me robaron el alma, o al menos eso me repito cada vez que el reflejo en el espejo se convierte en un recordatorio insoportable de quién soy. Pero la verdad es que no hubo ladrones, no hubo conspiraciones contra mí. Solo mis propias manos, ensangrentadas de decisiones equivocadas, de palabras afiladas que arrojé sin pensar y que volvieron a mí como cuchillas certeras.
      Levanto la mirada y me enfrento a esos ojos vacíos. Me pregunto cuánto más podré cargar con este peso antes de que termine de romperme. Lo uso, lo tiro, lo maltrato sin piedad. ¿Qué importa si nadie más lo ve, si yo mismo lo permito? Romper el espejo no cambiará nada. Pero tal vez, solo tal vez, si aprendo a aceptar lo que hay en él, podré empezar a reconstruirme. Aunque la idea de redención me parezca tan lejana como un horizonte inalcanzable, aunque el perdón sea un concepto que no sé si merezco, sigo mirando. Y en algún rincón del reflejo roto, me atrevo a imaginar que podría haber algo más allá de la culpa.



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