02 abril 2025

Al perro flaco, todo son pulgas


Hoy tengo uno de esos días en los que pienso que, si hubiera nacido en otra época, me habrían quemado en la hoguera solo por existir.
     Hoy tengo uno de esos días en los que pienso que, si hubiera nacido en otra época, me habrían quemado en la hoguera solo por existir.
     Me despierto con la sensación de que algo no cuadra. No sé qué es, hasta que miro el móvil: ¡voy tarde! Pero si anoche Pepa me dijo que había cambiado la hora…
     —¡Pepa! ¿No dijiste que adelantaste el reloj? —grito.
     Desde la cama, mi mujer responde con una calma exasperante:
     —Hijo, más vale tarde que nunca.
     —¡Pero si no lo cambiaste!
     —Pues eso, nunca es tarde si la dicha es buena.
     Salto de la cama como un resorte, pongo el pie en lo que creo que es un charco de agua. «Agua en casa, miseria en la plaza», pienso. Pero al encender la luz, descubro que no es agua. Mi gato ha decidido marcar territorio en mi zapatilla.
     —¡Maldito gato! —gruño, sacudiendo el pie como si eso fuera a mejorar algo.
     Mi mujer responde sin levantar la cabeza de la almohada:
     —Cuando el gato no está, los ratones bailan… pero cuando el gato está, también hace de las suyas.
     Me meto en el baño a toda prisa, me miro al espejo: pelos de loco y ojeras que parecen maletas. Abro el grifo para ducharme y… nada. Ni una gota. Me quedé sin agua.
     —¡Pepa! ¿Por qué no hay agua?
     Desde la cocina, mi mujer responde con total calma:
     —Agua que no has de beber, déjala correr.
     —¡Pero si no corre, Pepa!
     —Pues entonces, ni gota ni nota.
     Genial. Me lavo la cara con una botella de agua mineral y me echo un chorro en el pelo, frotando como si eso fuera a mejorar la situación.
     Bajo a desayunar, porque al menos podré tomarme un café. Abro la nevera y… vacía. Solo hay un limón seco, un yogur caducado y una lata de atún que parece de la Segunda Guerra Mundial.
     —Pepa, ¿no hiciste la compra?
     —Más vale pan duro que ninguno.
     —¡Pero si ni pan hay!
     —Cuando no hay harina, todo es mohína.
     No hay tiempo para quejarse. Salgo de casa, sin desayunar, con la esperanza de que las cosas mejoren. Error.
     Intento arrancar el coche. Nada. Vuelvo a intentarlo. Silencio absoluto. Miro el indicador de gasolina y la aguja está en la reserva… mejor dicho, debajo de la reserva.
     —¡Pepa! ¿Usaste el coche?
     —Sí, fui de compras ayer.
     —¡Lo dejaste sin gasolina!
     Desde la ventana, ella me mira sin inmutarse y suelta:
     —Donde hubo, fuego cenizas quedan.
     Me llevo las manos a la cabeza. Este día no puede ir peor.
     En la calle, mi vecino don Evaristo, un jubilado con más horas de vuelo que un cuco en un reloj, me sonríe con sorna:
      —¿Qué tal, Avelino? ¿Te veo con prisa? Ya sabes lo que dicen: «Vísteme despacio, que tengo prisa».
      —Sí, sí, don Evaristo, pero si me detengo, llego tarde.
      Echo a correr, pero justo cuando doblo la esquina, un coche pasa a toda velocidad y me empapa de pies a cabeza con el agua sucia de un charco.
      —¡Me cago en todo! —grito, chorreando.
      El conductor baja la ventanilla, sonriente:
      —Al mal tiempo, buena cara, amigo.
      «Más vale callar que mal responder», me digo.
      Llego a la parada justo cuando el autobús arranca. Intento correr detrás de él, pero me tropiezo con una baldosa rota y quien tropieza y no cae, adelanta camino. Lástima que no sea mi caso. Una señora que pasaba me mira con cara de acelga.
      —Hijo, a cada cerdo le llega su San Martín.
      Me dan ganas de decirle que el cerdo se acaba de romper todos los huesos, pero me aguanto.
      Consigo subirme al siguiente bus. Cuando voy a pagar… no tengo la cartera.
      —¡No puede ser!
      El conductor me mira con mala leche.
      —¿Va a pagar o esperamos a que caiga maná del cielo?
      —Me dejé la cartera en casa.
      —Pues quien mucho corre, pronto para. ¡Bájese inmediatamente!
      Por suerte, una anciana con pinta de haber sido abuela profesional desde los seis años me presta unas monedas:
      —Hoy por ti, mañana por mí, chaval. Y recuerda: «A caballo regalado, no le mires el diente». —Agradecido, tomo asiento.
      Al llegar, mi jefe, don Ramiro, ya me está esperando en la puerta, con cara de pocos amigos.
      —¡Avelino! ¡Otra vez tarde!
      Intento explicarme, pero me corta con un gesto de la mano.
      —¿Sabes qué pasa cuando un trabajador llega tarde? Que el que no corre, vuela y hay muchos esperando tu puesto.
      Trago saliva.
      —Bueno, jefe, es que…
      —Nada de excusas. A palabras necias, oídos sordos.
      Me siento en mi escritorio, resignado. Intento encender el ordenador y, por supuesto, no funciona. Llamo a informática y el
      técnico aparece con su aire de superioridad. Después de hacer cuatro cosas que ya había intentado, me mira y suelta:
      —A perro flaco, todo son pulgas.
      —¿Eso es un diagnóstico técnico?
      —No, es un refrán. Pero el ordenador sigue sin funcionar, así que te viene bien.
      Voy a la máquina de café y cuando intento darle un sorbo, una secretaria despistada me da un empujón y se me cae encima.
      —Hoy no es mi día…
      —Cuando el diablo no tiene qué hacer, mata moscas con el rabo, Avelino —me dice la muy bruja.
      Voy al baño. Ocupado.
      —¡Vamos, hombre! ¡Llevo toda la mañana esperando un respiro!
      Desde dentro me responden con calma:
      —No por mucho madrugar, amanece más temprano.
      Cuando por fin consigo entrar al baño, descubro que no hay papel higiénico.
      —¡Pero será posible!
      Desde el pasillo, la señora de la limpieza canta:
      —Donde hay confianza, da asco.
      Me seco las manos en los pantalones.
      En la reunión, intento hacer un chiste sobre la corbata de don Ramiro, pero mi boca me traiciona:
      —¿Así que mi corbata parece un mantel de chiringuito? —repite el jefe con una ceja levantada—. Te diré algo, Avelino: «Por la boca muere el pez».
      A partir de ahí, todo va cuesta abajo y sin frenos. Un cliente me confunde con el chico de los recados, la fotocopiadora decide suicidarse en mis manos. Así que decido que ya está bien de tortura. Salgo de la oficina y me voy a casa antes de que me parta un rayo.
      Llamo a un taxi. Ninguno libre.
      Camino bajo el sol abrasador, agotado, con la camisa pegada al cuerpo y oliendo a café barato y desesperación. Y, justo,
      cuando creo que nada más puede pasarme…
      ¡Plop!
      Una paloma, desde lo alto, decide que soy el objetivo perfecto para su descarga biológica.
      Me quedo quieto.
      Respiro hondo.
      Cierro los ojos.
      Desde una terraza, un vecino me grita:
      —¡Cagada de ave, dinero trae!
      —¡Pues que me cague un cóndor, a ver si me toca la lotería!
      Llego a casa derrotado. Pepa me mira desde el sofá con media sonrisa.
      —Te veo con cara de haber peleado con el destino y haber perdido.
      —Más bien, el destino me ha usado de trapo de cocina.
      —¡Bah!, no te preocupes, hombre. Al fin y al cabo, mal de muchos, consuelo de tontos.
      Me desplomo en el sofá, mirando el techo.
      —Dime que al menos la cena está lista.
      —No te preocupes, donde comen dos, comen tres.
      —¿Y quién es el tercero?
      —Tu suegra, que ha venido de visita.
      Definitivamente, cuando naciste para martillo, del cielo te caen los clavos.
      Y hoy me ha caído toda la ferretería encima.



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