30 abril 2025

La maldición del Teatro Romea


¿Hoy, por fin, será el día? En que momento, se me ocurrió condenar este teatro al pecado. Nunca pensé que mi destino quedaría ligado a él y que mi espíritu quedaría atrapado hasta que la maldición se cumpliese. Desde las sombras del Teatro Romea, observo con amargura cómo el tiempo transcurre sin clemencia. Soy Inocencio del Pecado, un monje dominico cuyo nombre se convirtió en sinónimo de venganza y tragedia. Atrapado en este limbo entre el mundo de los vivos y el de los muertos, mi alma anhela la redención que nunca llega.
      Hace casi un siglo que en un arrebato de ira lancé un maleficio contra este lugar. Les cuento: a mediados de los años 30 del siglo XIX se aprobó en España la desamortización de Mendizábal, en la que se declaró propiedad nacional los bienes de comunidades religiosas. Se aprobó esta medida para que los terrenos saliesen a subasta y, así, recaudar dinero al Estado. Mi profecía consistía en tres incendios que se producirían con el teatro lleno de gente: en la primera catástrofe sería una advertencia en la que no habría muertos; en la segunda, por contra habría un muerto; mientras que el tercer y último incendio sería el colapso del edificio, reduciéndolo a cenizas y muriendo todas las personas que estuvieran en su interior. Desde entonces, mi espíritu ha vagado entre sus paredes, condenado a presenciar cómo mi ira se convierte en una realidad.
     El primer incendio fue el 8 de febrero de 1877. Todo marchaba bien para el teatro y el pueblo disfrutaba de la obra Como empieza y como acaba, cuando un fuerte incendio devastó todo el escenario y la sala, alcanzando butacas, plateas y palcos. La labor de los bomberos consiguió salvar parte del vestuario, sastrería y dependencias de los actores. Aquel fue el comienzo de la maldición que había lanzado con furia desmedida, y mientras las llamas devoraban el teatro, mi alma se retorcía de angustia por el caos que había desatado.
     El segundo, por su parte, fue el 10 de diciembre de 1899, una noche lluviosa que ayudó a que el teatro estuviera a reventar de gente, coincidiendo con la representación de Jugar con Fuego. Curiosa ironía. El incendio se llevó por delante el alumbrado de toda la ciudad, sumiendo a Murcia en la oscuridad, mientras el pánico se apoderaba de sus habitantes, ya que muchas familias estaban aquella noche en el teatro. Supuestamente, las llamas se originaron debido a un fallo eléctrico, una mala instalación de cables que la compañía eléctrica negó, echando la culpa a un cigarrillo de un espectador de aquella trágica noche. Lo que pudo haber acabado con la vida de cientos de personas, se solventó, como auguraba mi maldición, con la muerte de un joven de diecisiete años. Siempre quedará en mi conciencia.
     Como consecuencia de estos dos incendios, la leyenda cobró fuerza y el miedo al tercero, más peligroso, provocó que el taquillero siempre dejase un asiento sin vender para evitar que la profecía pudiera hacerse realidad, incluso en noches de función con entradas agotadas. De hecho, la butaca ha sido renovada y tapizada con terciopelo negro, destacando sobre las demás del patio de butacas, todas de color granate. Actualmente, todo el mundo conoce la leyenda y nadie se sienta allí, por lo que el aforo no se ha vuelto a completar desde hace más de un siglo.
     Hoy tengo esperanzas, por primera vez desde hace casi un año, el aforo está completo y el taquillero es un joven recién llegado a la ciudad. Espero que nadie le haya hablado de la leyenda y venda el asiento tapizado de negro, tan negro como mi conciencia. Con mi alma condenada al infierno por mis actos, ardo en deseos de que se cumpla la profecía y pueda liberarme, al fin, de vagar por el teatro del demonio. Observo desde las sombras desarrollarse los acontecimientos. Necesito descansar en paz, aunque sea en la oscuridad eterna del más allá.
     El teatro comienza a llenarse, poco a poco todas las butacas se van ocupando y mi espíritu se va recargando de energía. Los acomodadores van ayudando a los asistentes a encontrar sus asientos. El ritmo de entrada disminuye y aún quedan sitios libres. «¡Nooooo!», grito y las luces parpadean ante mi explosión de ira. El público mira hacia las lámparas y después entre ellos cuando se estabilizan. Cuatro personas más acceden instantes antes del cerrado de las puertas. Todo ocupado, excepto la butaca negra. Otro día más. La frustración me consume al ver que una vez más la maldición sigue sin cumplirse, y mi alma permanece atrapada en esta eterna penumbra.
     Las luces del anfiteatro se apagan y ahora solo la luz que enfoca al escenario está encendida. El taquillero, tras terminar su venta, accede al palco diez y sonríe al comprobar que nadie ha ocupado ese asiento en color negro. Le han puesto sobre aviso. Una nueva explosión de mi ira hace estallar el haz de luz que ilumina al actor situado en el centro del escenario y todo queda sumido en la oscuridad. Por megafonía avisan de que tienen un problema técnico que intentarán solucionar lo antes posible. Mi furia desatada ha causado un caos momentáneo en el teatro, pero es solo un pequeño destello de la tormenta que aguarda en las sombras. La butaca negra sigue vacía, burlándose de mí y de mi deseo de redención. Tengo que hacer algo, seguro que pasará mucho tiempo hasta el próximo lleno. Miro al taquillero, todavía en el palco, y sé lo que tengo que hacer. Me lanzo en su interior y la fatiga se apodera de su cuerpo. Sus piernas flojean y avanza hasta el asiento negro. Se apoya. No, necesito que se siente. Aprieto un poco más y sin pensarlo se deja caer en las butacas. «Ya está, ¡lo conseguí!», grito. Un escalofrío recorre mi ser mientras veo cómo el joven novato ocupa el asiento prohibido, sellando su destino con un acto de ignorancia. La profecía está en marcha y mi alma atormentada espera ansiosa el cumplimiento de su fatídico desenlace.
     Un destello de fuego se desata en el escenario, alimentado por la madera seca y los decorados inflamables. El calor se eleva en el aire mientras el humo espeso se extiende por el teatro, envolviendo a los espectadores en una nube asfixiante. Cuando ya creo que lo voy a conseguir; los extintores de agua se activan automáticamente, disparando potentes chorros. La desesperación al ver mi propósito amenazado hace que concentre toda mi energía en un agónico sobreesfuerzo por detener el flujo del agua, pero mis poderes son insuficientes frente a la potencia de los extintores. Por lo que me materializo en el cuarto de contadores y cierro la llave de paso.
     Una algarabía de pisadas me atrae hacia la entrada del teatro, donde el público, presa del pánico, corre hacia las salidas, buscando desesperadamente una vía de escape. Para su desgracia, no puedo permitir que abandonen el teatro. Lanzo mi energía hacia las puertas, impidiendo cualquier intento de fuga. El caos provocados por los gritos desesperado estallan a mi alrededor mientras algunos espectadores luchan por abrir la puerta. Sin embargo, estoy decidido a cumplir mi propósito. Nadie debe escapar esta noche. Las llamas se multiplican y el humo se espesa, pero mantengo mi posición firme, obstinado en asegurarme de que ninguno de ellos abandone este lugar hasta que la profecía se haya consumado por completo. Uno a uno van cayendo al suelo, desmayados por el humo. Con cada una de sus muertes, noto como mi energía se va desvaneciendo. El techo sucumbe y se desmorona sobre la gente atrapada. Cuando el teatro entero queda envuelto en una bola de fuego, siento un dolor inhumano en un cuerpo que hace tiempo que ya no poseo. Ahora sé que en el lugar al que me dirijo, me será imposible encontrar la paz que tanto he anhelado.



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