«Felicidades. Has sido seleccionado para el trabajo de tus sueños».
El correo electrónico llega con un sonido seco a tu bandeja de entrada. No puedes creerlo. Has pasado por seis entrevistas, incontables pruebas y un proceso de selección que parecía eterno. Pero aquí está: la confirmación. Un puesto estable, un sueldo más que decente, oficinas en un rascacielos de vidrio con vistas a la ciudad. La promesa de un futuro brillante.
El primer día es todo lo que imaginaste. Te reciben con sonrisas, te asignan un portátil nuevo, un escritorio espacioso, un pase de acceso con tu nombre impreso en letras elegantes. La oficina es moderna, impoluta, llena de luces tenues y el zumbido constante de teclados y murmullos. Un lugar de éxito. Un sitio donde las oportunidades florecen.
Al principio, las jornadas pasan rápido. El trabajo es demandante, sí, pero también estimulante. Te quedas un poco más tarde de lo normal para terminar informes, pero es solo al principio. Quieres dar una buena impresión. Quieres demostrar que vales cada euro de tu salario. Y cuando te felicitan por tu esfuerzo, por tu dedicación, sientes un calor agradable en el pecho. Sabes que hiciste lo correcto.
Los días se convierten en semanas. Luego en meses. Poco a poco, las noches se alargan en la oficina. «Es solo por esta semana», te dices, mientras los relojes digitales marcan las diez, las once, las doce. Es temporal. Todos están en la misma situación, ¿no? Ves a tus compañeros con ojeras profundas, con las camisas arrugadas, con el café temblando en sus manos. Pero nadie se queja. Todos sonríen. Todos repiten las mismas frases: «Es una gran oportunidad», «Somos afortunados de estar aquí» o «Hay gente allá afuera que mataría por este trabajo».
Tu jefe empieza a pedirte más cosas. Al principio, con cortesía: «Sé que puedes con esto». Luego, con exigencia: «Necesito esto para mañana». No hay margen de error. No hay espacio para decir que no. Pronto, las pausas para almorzar se acortan. Comes frente a la pantalla, mientras los correos siguen llegando, sin tregua. Nadie se levanta demasiado tiempo. Nadie se detiene.
Intentas recordar cuándo fue la última vez que saliste a una hora decente. Cuándo fue la última vez que viste el sol en su punto más alto o que sentiste el aire frío de la calle. Los recuerdos se desvanecen, cada vez que miras por la ventana. La ciudad es un reflejo en el cristal. Parece ajena, inalcanzable. Empiezas a soñar con ella, con sus calles, con su gente. Casi has olvidado el rumor del tráfico y el aroma del pan recién hecho de la panadería de la esquina. Cada mañana te despiertas en el mismo sitio. Tu escritorio, tu silla se han convertido en tu cama. En tu pantalla encuentras las nuevas tareas por completar.
Una noche intentas salir antes. Son las nueve. Podría considerarse temprano. Te levantas, recoges tus cosas. Nadie dice nada, pero sientes las miradas sobre ti. No de desaprobación, sino de incomprensión. Como si estuvieras rompiendo una regla no escrita. Como si estuvieras haciendo algo absurdo.
Cuando llegas al ascensor y pulsas el botón, la luz roja parpadea.
Acceso denegado.
Frunces el ceño. Intentas otra vez. Lo mismo. Intentas otro piso. Nada. Miras a tu alrededor, pero no hay nadie. Todo el mundo sigue en sus escritorios, inmersos en pantallas que reflejan rostros cansados, ojerosos, vacíos.
Regresas a tu sitio. Quizás es un error del sistema. Mañana lo arreglarán. Mañana preguntarás. Mañana saldrás.
Pero mañana llega y el ascensor sigue bloqueado. Y pasado mañana también. Y la semana siguiente. Ya no recuerdas cuándo fue la última vez que viste la luz del día. Si es que alguna vez lo hiciste.
Un día, te atreves a preguntar.
—¿Cuándo fue la última vez que salimos de aquí?
Tu compañera de escritorio parpadea, como si la pregunta la hubiera tomado por sorpresa. Luego suelta una risa breve, seca.
—¿Salir? ¿Para qué?
No sabes qué responder. ¿Para ver el mundo? ¿Para recordar cómo se siente respirar aire fresco? ¿Para tocar algo que no sea un teclado o una pantalla? Pero te quedas callada, porque te das cuenta de que la respuesta ya no importa.
Cuando vuelves a mirar por la ventana, ves el reflejo de la oficina en el vidrio. Tu reflejo.
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