Homenaje a Francisco García Pavón y del relato:
“El mundo transparente del libro La guerra de los dos mil años
En el año 2019, corría el rumor de que éramos expiados a través del móvil, mediante aplicaciones destinadas a otros fines. Al principio, solo eran las grandes multinacionales, las que utilizaban las búsquedas de internet para enviarnos información de sus productos en forma de anuncios; o los partidos políticos para manipular los resultados durante sus campañas electorales; o en algunos casos la policía, el caso más sonado fue cuando usaron las localizaciones de una aplicación sobre la liga de futbol, para ver en que bares se estaban retransmitiendo los partidos de forma ilícita.
Después, un hacker creó una aplicación que nos permitía tener acceso a toda la información de una determinada persona con un simple móvil. En un primer momento, se difundió en exclusiva por la deep web y solo un grupo muy selecto disponían de ella. Una semana más tarde, fue colgada de forma anónima en un servidor público y estuvo al alcance de todo el mundo. Miles de vídeos explicativos y anuncios en redes sociales se hicieron virales, provocando que dicha aplicación fuera descargada en la gran mayoría de los móviles. En poco más de un mes, nuestras vidas dejaron de ser privadas, todo lo que decíamos o hacíamos podía ser visto y oído en cualquier punto del planeta, incluso nuestras compras, búsquedas en internet y todos los mensajes y correos eran públicos.
No tardamos mucho en cambiar nuestra forma de actuar de manera sorprendente y bastante artificial. De un día para otro, nos sentimos espiados en todo momento, pero no solo eso, también adquirimos un deseo casi obsesivo de vigilar la vida de los demás, en algunos casos incluso comprobando que la persona a la que estábamos espiando también nos vigilaba.
Las primeras consecuencias, yo diría que fueron beneficiosas. Nadie se atrevía a criticar a los demás por detrás y evitábamos hablar de temas polémicos, incluso en círculos de confianza. Dejamos de realizar actividades ilegales, como piratear la wifi del vecino o bajarnos series o películas de internet. También se erradicó por completo: la infidelidad, frecuentar lugares de alterne e incluso la pornografía. Ni que decir que los robos y la criminalidad cesaron por completo. El uso de la tecnología disminuyó considerablemente: volvimos a pagar con dinero, a pasarnos notas escritas u olvidarnos el móvil en casa de vez en cuando.
Con el paso de los meses, la situación se hizo insostenible. En lugar de acostumbrarnos e incorporarla a nuestras vidas, nos convirtió en autómatas. Íbamos de casa al trabajo y del trabajo a casa. En el trabajo, al sentirnos observados, no hablábamos y ejecutábamos las tareas sin protestar y sin desviar la atención. Al salir, tampoco podíamos relajarnos, poco a poco, dejamos de quedar con los compañeros y el estrés se iba acumulando. Aunque en las empresas estaban felices porque la productividad aumento drásticamente.
Todos pusimos la vista en el gobierno, ellos tenían la culpa, habían permitido que ocurriera sin hacer nada. Estaban desbordados ante tal suceso. Sin embargo, los políticos se vieron afectados en mayor medida si cabe. Su vida pública y privada estaba expuesta a la opinión del pueblo. La mayoría de los políticos se vieron obligados a dimitir, unos por presiones populares y otros porque sin los sobresueldos ya no les merecía la pena, ser vapuleados día tras día.
Un año después, hubo una tregua, cuando una programadora española creó un cortafuegos que, instalado en el móvil, impedía la intromisión y difusión de los datos. Por supuesto, todos fuimos inmediatamente a descargarla para descansar del ojo universal, pero nos encontramos con la sorpresa de que el precio de dicha aplicación era desorbitado. Fuimos muchos los que nos dejamos el sueldo de varios meses para poder dormir tranquilos, aunque la gran mayoría no pudo costearlo y algunas familias tuvieron que conformarse con la opción gratuita, bastante menos funcional. Esta solo disponía de la posibilidad de dejar de ser observados en tiempo real.
Como era de esperar, la tranquilidad duro poco y en tan solo una semana, el hacker actualizó la aplicación para eludir el cortafuegos y volvimos a estar al descubierto. Esta segunda intromisión fue peor que la primera, agravando las consecuencias. El estrés hizo mella en la gente, provocó depresiones e histeria generalizada. Todos los días ocurrían ataques de locura, peleas, suicidios y hasta homicidios.
La gota que colmo el vaso, fue el caso de Måns, un apuesto cantante de origen sueco. Durante una noche de pasión, Måns no estuvo a la altura que se esperaba de él. Este hecho hubiera podido pasar desapercibido, pero el cantante tenía miles de seguidores y haters que se encargaron de crear miles de memes y distribuirlos a través de las redes sociales en cuestión de segundos. Su nombre y el vídeo fueron tendencia durante una semana.
De hecho, el mundo quedó paralizado, atrapados en una retransmisión en YouTube con su declive en tiempo real. Comenzó en un rincón oscuro en su habitación, donde se veía al joven, agazapado, con la cabeza entre las rodillas y los brazos rodeándolas. Se le oía llorar a veces y gritar frases inconexas, otras, en una interminable agonía. Para después observar como era recluido en un centro de salud mental, que por supuesto también fue seguido por más de veinte millones de espectadores.
Este caso removió conciencias y consiguió que los gobiernos de todo el mundo tomasen medidas excepcionales para garantizar la privacidad frente a los avances tecnológicos. Creando una ley universal llamada: “Muerte digital”. Todos los aparatos digitales fueron prohibidos, lo que provocó un retroceso de décadas que nos obligó a volver a la era analógica. Todo aquel que era pillado en disposición de algún aparato digital, ya fueran móviles, relojes, tablet, ordenadores o smart tv; era juzgado y encarcelado.
Todavía hoy y ya han pasado varias décadas de aquello, se sigue juzgando a gente en posesión de dichos aparatos.
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