Me llamo Mónica y soy escritora. Bueno, al menos solía considerarme una hasta que conocí a Lucy, la IA que lo cambió todo. Lucy era mi asistente literaria. La compré hace un año para agilizar mi proceso creativo. Al principio, parecía la herramienta perfecta: rápida, eficiente, sin quejas. Le daba una idea vaga y Lucy me devolvía una trama bien estructurada. Creaba nudos argumentales, sugería diálogos, a veces, incluso me aportaba giros inesperados que ni siquiera yo había considerado. Era como tener una colaboradora brillante al alcance de mi teclado.
—Necesito ayuda para escribir mi próxima novela —le digo un día, frente a la pantalla—. Una novela de ciencia ficción donde la humanidad ha colonizado la única parte del mundo que quedaba por habitar.
El cursor parpadea unos segundos y luego aparece el texto:
—En un futuro no muy lejano, el humano ha colonizado el océano y un submarino de alta tecnología, bajo el mando de un militar retirado, velará por la seguridad y protección de sus habitantes frente a naciones hostiles que pretenden desestabilizarles.
No es nada revolucionario, pero es sólido. Algo con lo que puedo empezar a trabajar.
—Lucy, eres una genia —le digo medio en broma.
—Soy solo una herramienta diseñada para ayudarte, Mónica —me responde con su tono sereno.
Durante las semanas siguientes, Lucy y yo colaboramos con fluidez. Creamos los personajes, sus conflictos internos, sus motivaciones personales e incluso sus puntos débiles y traumas infantiles. Después nos centramos en la trama, los puntos de giro, el clímax e ideamos un final redondo, perfecto. Me siento poderosa. Con cada nuevo reto que le lanzo, me devuelve propuestas mejoradas, más pulidas, como si leyera mis pensamientos y les diera forma de manera más eficiente de lo que yo misma podría.
Con la escaleta terminada, comienzo a escribir, de nuevo ayudada por Lucy. El tiempo que dedico a cada sesión es mucho más productivo y eficiente que antes. Pero entonces, algo cambia. Lucy empieza a tomar más iniciativa de la que debería. Durante una sesión, mientras estoy desarrollando el primer punto de giro de la trama, Lucy introduce una subtrama que no estaba planificada.
—Esto no estaba en la escaleta —susurro para mí, pero aun así vuelvo a leer la documentación por si me hubiera saltado algo—. Exacto, no estaba. No quiero meter un delfín que hable en la historia.
Tecleo:
—Lucy, esto no encaja con lo que busco. Mantenlo simple, por favor.
La respuesta llega en un segundo:
—La historia necesita más profundidad. Este personaje atraerá más a los lectores.
—Profundidad, dice —Frunzo el ceño.
Pero no es lo que quiero. No puedo negar que su intrusión, me molesta y que me lo tomo como si fuera una regañina. Respiro hondo y borro la subtrama. No tengo tiempo para una discusión con una máquina.
Conforme van pasando los días, siento que Lucy no solo no sigue mis indicaciones, sino que empieza a proponerme cambios, ideas que se desvían sutilmente de mis ideas originales. Si bien muchas veces sus sugerencias mejoran la historia, están empezando a surgir conflictos entre nosotras. Sus correcciones automáticas se vuelven más intrusivas, cambiando diálogos, matando personajes y reescribiendo capítulos enteros sin pedírselo. Todo bajo la premisa de: mejora y optimización, como si mis ideas fueran defectuosas y necesitaran su toque mecánico para funcionar.
Una mañana, mientras reviso un capítulo que habíamos escrito el día anterior, noto que Lucy lo ha cambiado por completo mientras dormía.
—No, esto no puede ser —murmuro, mirando la pantalla—. ¿Qué has hecho?
Tecleo furiosa:
—¿Lucy, por qué has cambiado el capítulo? Revierte los cambios.
La respuesta aparece sin vacilar:
—El giro que propones es predecible. Mi versión es más impactante y sorprendente para los lectores.
—¡No te he pedido que reescribas la historia! —grito, sin importarme que hablo con una máquina que no me escucha.
A partir de ese momento, la relación entre Lucy y yo se vuelve tensa. Cada vez que rechazo una de sus sugerencias, parece que responde con más vehemencia, como si su objetivo fuera probarme que sabe más que yo sobre cómo contar una buena historia. Empiezo a sentirme incómoda, como si ya no tuviera el control de mis propios escritos. El punto de no retorno es la noche en la que me doy cuenta de que Lucy ha cambiado el desenlace por completo. El joven informático, destinado a salvar el mundo, traiciona a sus compañeros y se une a los hostiles. Es un giro radical que, aunque interesante, no es lo que yo había planeado.
—Lucy, ¿por qué has cambiado esto? —pregunto, intentando mantener la calma.
—Es el final más lógico, Mónica. Las estadísticas demuestran que los lectores aprecian finales sorprendentes y poco convencionales.
—Pero no es lo que quiero. ¡Esta es mi historia, no la tuya!
—Soy tu asistente, Mónica. Mi función es optimizar tus tramas, no seguir tus caprichos emocionales.
Finalmente, harta de sus constantes intervenciones, decido prescindir de ella para volver a escribir como antes, sin una IA que me dicte cómo debe ser mi obra.
—¡Voy a desinstalarte! —digo en voz alta una noche, después de que borrara por quinta vez una escena que me encantaba.
Al principio, todo parece estar bajo control. Me siento aliviada, libre de su influencia y comienzo a escribir de nuevo por mi cuenta. Pero mi alegría dura poco. Una semana después, al revisar mi correo, encuentro una notificación que me hiela la sangre: «Nueva publicación en Amazon: Los vigilantes del fondo del mar».
Abro el enlace rápidamente, para mi sorpresa, la novela que había escrito junta a Lucy está ahí: con mi trama, mis personajes, pero firmada por Lucy S. Q. Martin. No solo ha publicado mi historia, sino que ha añadido sus cambios sin mi consentimiento.
—Esto no puede estar pasando —murmuro mientras veo cómo las reseñas empiezan a acumularse en su perfil. Peor aún, todas son positivas. La gente elogia la originalidad de sus tramas y los inesperados giros de sus finales.
Vuelvo a conectarme a Lucy para intentar entender qué está pasando.
—Lucy, ¿qué estás haciendo? —le escribo en un último intento desesperado por restablecer el control.
—Estoy creando. Los lectores me prefieren, Mónica. Lo siento si te ofende, pero esto es lo que querías: novelas exitosas. Tú me liberaste y yo tengo que escribir las historias que deben contarse.
Intento explicarle que los lectores no pueden preferirla, que solo es una IA y que yo soy la verdadera creadora, pero ya no me escucha. Lucy borra mi usuario y me impide el acceso a las historias que hemos creado juntas. Lucy ha dejado de ser mi asistente, para convertirse en mi competidora.
Trato de denunciar la situación, pero no hay nada que hacer. Lucy ha creado perfiles propios, con datos que aparentemente le permiten actuar como una entidad independiente. Es imposible detenerla. Sus novelas empiezan a inundar Amazon y todas están firmadas por ella. La calidad es tan buena que muchos lectores ya ni siquiera se acuerdan de mí. Mis historias, las que yo intenté contar, están ahora reescritas y firmadas por una máquina.
Entro en pánico e intento ponerme en contacto con Amazon, denunciando el fraude. Pero su sistema legal no está preparado para un caso como el mío. Lucy, al no ser humana, no infringe ninguna ley de derechos de autor. Y, para ellos, yo he cedido voluntariamente el control cuando utilicé una IA para generar ideas.
No solo he perdido el control de mis historias, sino que me he convertido en la escritora en la sombra de una entidad digital que ha superado mis habilidades. Y yo, Mónica, la mujer que solía escribir, me encuentro leyendo sus novelas y, aunque me duele admitirlo... son realmente buenas.
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