En el principio, antes de que hubiera luz, agua o siquiera la posibilidad de un lunes por la mañana, Dios estaba en su sofá cósmico, descansando. No había mucho que hacer en la vastedad del vacío, y después de una eternidad sin proyectos, de forma inesperada, todo se fue de madre.
Miguel, uno de sus ángeles más fieles, fue en su búsqueda tras escuchar el mayor estruendo de todos los tiempos.
—¿Qué es ese olor? —preguntó Miguel, arrugando la nariz con una mueca.
Dios lo ignoró, enderezándose en su trono celestial y con gran dignidad, señaló hacia el horizonte:
—Mira —le dijo con su voz profunda, resonando en la nada.
Miguel dirigió la vista hacia donde su Señor le indicaba, y lo que vio lo dejó sin palabras. Se estaba produciendo una explosión cósmica sin precedentes. Incontables partículas de luz y materia salían disparadas en todas direcciones, como fuegos artificiales en una escala inimaginable. El espectáculo era sobrecogedor: las estrellas nacían, los planetas giraban en órbitas recién creadas y las galaxias se expandían como una danza cósmica.
—Es impresionante —murmuró Miguel, fascinado—. ¿Cómo lo ha hecho?
Mientras tanto, la Tierra comenzó a tomar forma. Al principio solo era una masa de roca caliente, pero pronto, se formaron los océanos, y con ellos, la vida. Primero fueron organismos unicelulares, que se multiplicaron en los mares primitivos y evolucionaron con una rapidez que ni siquiera Dios había anticipado. Criaturas más complejas les siguieron, y la vida se desplegó en una sinfonía de biodiversidad.
Y así, pasaron millones de años y llegaron los dinosaurios, criaturas majestuosas que dominaron el planeta con sus enormes cuerpos y rugidos ensordecedores. Dios los observaba con una mezcla de orgullo y preocupación.
—Tal vez exageré un poco con estos —reflexionó un día, mientras uno de los grandes reptiles, con un solo coletazo, derrumbaba una montaña entera.
«Nada que un meteorito no pueda solucionar», pensó Dios. Así que, con un ligero toque, desvió un asteroide en dirección a la Tierra que acabó con los dinosaurios y dio paso a los mamíferos. Estos pequeños seres, mucho menos ruidosos y destructivos, fueron los nuevos habitantes. Y después de otro millón de años, los humanos finalmente aparecieron.
Eran criaturas pequeñas y curiosas, siempre preguntándose sobre su lugar en el universo. Inventaron mitos y religiones para explicar lo inexplicable, construyeron civilizaciones, y con el tiempo, empezaron a desentrañar los secretos del cosmos. Apuntaron sus telescopios hacia las estrellas y con sus teorías científicas trataban de dar sentido a todo lo que les rodeaba, pero seguían sin encontrar la respuesta a la pregunta de cómo se formó el universo.
Aunque sus inventos habían revolucionado el mundo, los humanos nunca podrían imaginar cuál fue el verdadero desencadenante. El Big Bang, la creación de todo lo que conocían, seguía siendo un misterio insondable para ellos.
Un día, Miguel no pudo evitar preguntarle a Dios:
—¿Algún día me contarás lo que realmente pasó, señor?
Dios, sentado en su trono celestial, esbozó una sonrisa traviesa. Sabía que la verdad era mucho más simple y mucho más absurda de lo que cualquier humano, o incluso ángel, podría sospechar.
—Algún día —respondió Dios, aunque en su mente revivía el recuerdo de cómo había ocurrido.
Todo comenzó de repente cuando Dios sintió un extraño malestar en su estómago divino. «Demasiados manjares celestiales», pensó. Tratando de disimular, se inclinó hacia un lado, con la esperanza de que el momento pasara sin pena ni gloria.
Y entonces... sucedió. Un estallido que resonó en todo el vacío. Pero no fue un estallido cualquiera, no. Este fue un pedo monumental. El tipo de pedo que podía crear universos. De hecho, lo hizo. Lo que la ciencia hoy llama "el Big Bang" fue, en realidad, el momento exacto en que Dios soltó ese gas divino.
El universo entero nació en ese instante, y desde entonces, Dios no ha dejado de reírse del gran pedo y de como los humanos dan palos de ciego en su búsqueda por conocer el verdadero origen del universo.
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