25 diciembre 2024

Nicolás de Nyra


El invierno había caído con fuerza en Anatolia, la nieve cubría los tejados como si fuera un manto y el frío se calaba en los huesos. En la pequeña aldea, Nicolás, un joven sacerdote, caminaba con una capa desgastada sobre sus hombros, siempre buscando a quienes más necesitaban ayuda.
     Fue entonces cuando, al pasar por una cabaña destartalada de la que salía un tenue resplandor, escuchó llantos que lo detuvieron en seco. Se acercó a la ventana y vio a tres hermanas sentadas junto al fuego, abrazadas entre sí. Frente a ellas, su padre, un hombre de manos callosas y hombros caídos, las miraba con tristeza mientras con voz quebrada les decía:
     —¡Si tuviera algo que ofrecer como dote! Ojalá tuviera otra opción, pero este año la cosecha ha sido mala y no nos queda dinero. Ningún hombre bueno aceptará casarse con vosotras. Tendréis que… —El hombre calló, incapaz de terminar la frase, pero su gesto lo dijo todo.
     Nicolás retrocedió horrorizado. Había escuchado muchas historias similares, pero algo en aquellas jóvenes lo conmovió profundamente. La sola idea de que tuvieran que vender su virginidad para sobrevivir le revolvió el alma. Había escuchado muchas historias similares, pero algo en aquellas jóvenes lo conmovió profundamente. Pensó en su madre, en su bondad inquebrantable, y en lo que ella habría hecho en su lugar.
     Mientras caminaba de regreso a su pequeña casa, vinieron a su mente escenas de su propia vida. Revivió el dolor de perder a sus padres cuando tenía diecinueve años, víctimas de una devastadora epidemia de peste. Por aquel entonces, era un joven acaudalado, nacido en la próspera ciudad de Patara, en Turquía, pero ni toda su fortuna pudo evitar aquella tragedia. Fue en ese punto crucial cuando tomó la decisión de desprenderse de sus riquezas, entregarlas a los más necesitados y seguir el camino de su tío para convertirse en sacerdote.
     Esa noche no durmió. Dio vueltas en su humilde cama, trazando un plan que permitiera ayudar sin humillar. A la mañana siguiente, llenó una pequeña bolsa con monedas de oro, parte de lo poco que aún le quedaba, y esperó a que cayera la noche. Con el sigilo que le daba el frío manto de nieve, se acercó a la cabaña. Desde la ventana, vio los calcetines de las jóvenes secándose junto a la chimenea. Era el lugar perfecto. Con cuidado, Nicolás abrió la ventana lo justo para lanzar una de las bolsas dentro. El sonido sordo al caer en un calcetín lo hizo sonreír. Después, se alejó tan rápido como sus pies se lo permitieron, con las mejillas enrojecidas por el frío y la emoción.
     A la mañana siguiente, la cabaña despertó con gritos de sorpresa.
     —¡Padre, mira! ¡Oro! —exclamó la mayor, sosteniendo la pequeña bolsa entre las manos.
     Las otras dos la abrazaron, sabiendo lo que eso significaba para ellas. El hombre, incrédulo, tomó las bolsas y las apretó contra su pecho. Lágrimas de alivio rodaron por sus mejillas.
     —Es un milagro —murmuró, con la voz quebrada por la emoción.
     Esa misma semana, la joven se casó con un hombre bondadoso, y Nicolás sintió por primera vez que el sacrificio había valido la pena.
     Unos días después, volvió a repetir el gesto. Otra bolsa, otra oportunidad para qué la segunda hija tuviera un futuro digno. Esta vez, el padre sospechó que alguien los estaba tratando de ayudarle y decidió averiguar quién era su benefactor.
     Se pasó varias noches durmiendo en el sofá para vigilar la chimenea, hasta que por fin, dos días después, Nicolás lanzó la última bolsa por la ventana. Sin embargo, antes de que pudiera desaparecer en la oscuridad, escuchó pasos apresurados detrás de él.
     —¡Por favor, buen hombre! ¡Detente! —gritó el hombre, corriendo tras él.
     Nicolás se detuvo, sabiendo que no podría huir. El padre cayó de rodillas frente a él y trató de besarle los pies.
     —Déjeme al menos agradecerle. Usted ha salvado a mis hijas y a esta familia.
     Nicolás lo levantó con suavidad, negando con la cabeza.
     —No hay necesidad de agradecimientos, amigo. Solo le pido que no revele mi identidad mientras viva.
     —El hombre asintió con lágrimas en los ojos.
     Días antes de su muerte, el padre rompió su promesa y les habló a sus hijas del día en el que había conocido al hombre que había dejado el oro en los calcetines.
     Así nació la tradición, y con el paso de los años, aquella historia del misterioso benefactor se convirtió en leyenda y el nombre de Nicolás de Myra se transformó en el de Papá Noel.



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