El habitante más reciente del paraíso es la joven Varona, apareció la semana pasada envuelta por una luz tan brillante y cegadora como su belleza, que rivaliza con las más hermosas flores del jardín. Un jardín que explora cada día mientras corre de un lado a otro con la inocencia de una niña pequeña. Se detiene a observar cada flor, cada insecto y les va otorgando un nombre. Hoy, ha trepado a mi madre para verme de cerca y bautizarme como Manzana.
Un resplandor en el horizonte, llama la frágil atención de Varona, asustada, se esconde entre los pies de mi madre y lo observa. Un ser angelical aterriza a pocos metros y pliega con gran altanería sus enormes alas blancas. Es el petulante, Samael. Ella aún no conoce su fama, pero está a punto de descubrirla, ya que camina hacia nuestra posición.
—No me tengas miedo. Soy un ángel del cielo —le dice.
—¿Por qué habría de tenerlo? —le cuestiona la joven.
Samael se acerca aún más a ella y juega con uno de sus rizos. Ella ríe nerviosa, mientras él aparta un mechón de pelo de su cara, rozándole ligeramente la mejilla.
—Soy el ángel del deseo y puedo conseguirte lo que quieras. Dime, ¿cuál es tu mayor deseo?
—¡Quiero ser inmortal! —exclama ella sin poder resistirse a su influjo.
—Puedo decirte como conseguirlo, pero para ello tienes que confiar en mí.
Samael lleva meses intentando destruir el paraíso que creó su padre y al que dedica por completo toda su atención. Está celoso, ya que Dios no les presta la misma atención del pasado. Primero provocó una plaga, después una inundación. Por como la mira, sospecho que Varona será su próxima víctima. Samael sabe que la curiosidad de la joven, unida a su ingenuidad, la convierte en el eslabón más débil del paraíso.
—¿Vienes?
El ángel fija los ojos en ella con lujuria y le ofrece la palma de la mano. La joven cae en su influjo y la acepta, para después seguirle hasta una pequeña cascada. Quiere que salte con él, pero ella se resiste. Samael le aparta el pelo de la cara y acerca su boca a la de la joven, sin embargo, no la besa y en el último segundo, se desvía hasta su oído para susurrarle. No puedo escuchar lo que le dice, pero cuando se separa de ella; Varona lo mira embobada y predispuesta a realizar cualquier cosa que él le pida. Samael la coge por la cadera y se lanzan al recodo del río.
Me gustaría avisarla del peligro e implorarla que se aleje de él. Samael es una serpiente que cuando te pica, puede volver loco al más íntegro de los mortales.
—La inmortalidad se consigue comiendo del fruto prohibido —le dice.
—Pero, Dios nos ha prohibido hacerlo.
—¿De verdad, quieres ser inmortal?
Samael la conduce de vuelta a la arena y se tumba boca arriba, Varona se recuesta a su lado sin poder dejar de mirarle. El ángel coge una mano de la joven y la lleva hasta su pecho para que lo acaricie.
—No tengas miedo —le provoca.
Ella no puede resistirse y yo siento un escalofrío desde las pepitas al rabito. «¡Oh, no!», exclamo en silencio, pero ya es tarde, estoy cayendo. Deseo con todas mis fuerzas que mi sacrificio sirva de algo y le dé en la cabeza. Fallo por poco y ruedo hasta quedarme a escasos metros de Varona. Ella me coge y me observa. Samael me atrapa y me da un mordisco, luego me acerca hasta los labios de la chica y me desliza por ellos. Varona suspira, mientras el ángel gira y se coloca encima de ella y la besa de forma lasciva. Quiero protegerla, pero lo único que consigo es hacer que me lance detrás de una gran piedra, donde no puedo verlos. «¿Qué le estará haciendo?», grito para mis adentros.
Una rama se agita y entre el follaje aparece Adán, se queda paralizado al ver a su mujer con ese libidinoso ángel. Parece que se le van a salir los ojos de las órbitas. «Jopeta, quiero ver lo qué está pasando», me digo. De pronto, los jadeos cesan y veo a Varona de pie.
—No es lo que parece —le dice.
Varona se apresura a taparse las partes íntimas con el pelo y con las manos. Samael también se pone de pie, pero él no se cubre, no siente pudor por su desnudez. Adán la mira como si fuera la primera vez que lo hace y permanece en silencio.
—¿Por qué estás desnudo, Adán? —pregunta Varona.
Adán mira hacia abajo y como acto reflejo se cubre también. Samael resopla al contemplar la situación.
Una voz retumba entre las montañas. A continuación, un golpe fuerte en el suelo hace que se estremezca y una ráfaga de viento cargado de hojas y arena nos golpea.
—¡Tú, serpiente rastrera! —La voz de Dios resuena con un eco atronador—. ¡Quedas desterrado al infierno! Desde ahora todo el mundo te conocerá como el diablo y pasarás a llamarte Lucifer. Tu destino será castigar el mal por toda la eternidad.
Una explosión de luz envuelve al ángel, cegando a Varona y a Adán; cuando el brillo se disuelve, el diablo ha desaparecido.
—En cuanto a ti, Varona. Quedas condenada a parir con dolor y a partir de ahora harás solo lo que Adán te permita —sigue diciendo.
Varona baja la cabeza y acepta el castigo en silencio.
—Adán, tú no has cuidado de Varona y has permitido que descubra el fruto prohibido. De ahora en adelante, tendrás la obligación de alimentar a tu mujer y su hijo por el resto de sus días. ¡Quedáis expulsados del paraíso!
La arenga finaliza y el paraíso deja de ser luminoso y colorido, para convertirse en un lugar mucho más inhóspito: rayos y truenos, vientos huracanados y un frío polar.
En cuanto a mí, mi condena fue cargar con la culpa del fruto prohibido, pero yo no fui. Lo prometo. Solo soy una pobre manzanita que ni siquiera Varona llegó a morder.
¡Ah, esperad! Se me olvidaba deciros una cosa. A partir de ese día, Adán decidió llamar a Varona con el nombre de Eva: Madre de la humanidad.
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