17 septiembre 2025

El cuerpo aún no ha aprendido a morir

Hay un olor que se arrastra por la habitación
como un animal sin piel,
entra por la nariz,
pero también por los poros,
por los ojos,
se instala en los pulmones
como una promesa de asfixia.

Cada paso es una ofensa al suelo,
que cruje no por viejo,
sino por lo que guarda debajo:
capas de algo blando, caliente, casi vivo,
como si la casa tuviera intestinos
y no quisiera compartirlos.

Las paredes sudan,
y ese líquido que cae no es agua,
ni pintura vieja:
es más espeso, más íntimo, más orgánico.
Y tiembla si lo miras.

La oscuridad no cubre:
acaricia con dedos fríos y húmedos,
te aprieta como un abrazo sin brazos,
te lame la nuca
con la lengua de algo que no tiene boca.

Tus uñas ya no son tuyas.
Empiezan a aflojarse,
como si tu cuerpo supiera
que no tiene sentido aferrarse a una carne
que ha empezado a rendirse.

Hay un murmullo constante
que no viene de fuera ni de dentro:
viene de abajo,
de lo que pisas,
de lo que tragaste mientras dormías,
de lo que susurra que la muerte
es solo el principio
de algo muchísimo peor.

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