Recibo la orden de despegue inmediata, la urgencia en la voz de mi superior me inquieta desde el primer instante a pesar de que llevo años volando cazas. Una señal zombi ha aparecido en los radares del Escuadrón de Vigilancia Aérea y el transponedor de radar no ha respondido durante un periodo de más de dos minutos.
—Scramble confirmado. Posible incursión en espacio aéreo español a la altura de Mojacar —escucho la voz del operador de tierra.
En cuestión de minutos estoy al mando de mi Mirage F1, despego de la base de Los Llanos en Albacete, con los ojos atentos en cada sensor y una tensión controlada. Cualquier intrusión sin permiso, sea extranjera o desconocida, exige respuesta inmediata. Mis órdenes son primero identificar y después pedir explicaciones.
El vuelo comienza sin incidentes. Las coordenadas me llevan hacia Motril. Al llegar al punto exacto indicado, no hay rastro alguno del objeto. Escaneo el cielo, atento a cualquier movimiento, sombra o destello. Realizo maniobras de búsqueda, giros cerrados, ascensos y descensos, cualquier destello o señal que justifique este vuelo, pero todo permanece en el más puro vacío. La tensión se acumula y empiezo a pensar que puede ser una falsa alarma. Algo en mi interior, sin embargo, me mantiene en guardia. Frustrado, decido virar y regresar. De repente, lo veo. Un fogonazo a mi derecha, un relámpago sin trueno que se disuelve en la tranquilidad de la noche. Muevo el caza en su dirección y, lo que veo, me deja boquiabierto.
Delante de mí, un fenómeno lumínico espectacular, un torbellino de luces multicolores, danzando en el cielo con una belleza y precisión imposibles. Es como ver la aurora boreal con cientos de luces que dibujan de formas geométricas, se entrelazan, giran, se retuercen y palpitan como si yo fuera un espectador en la primera fila de una película imposible. El primer pensamiento que me asalta, casi como un reflejo: «Esto tiene que ser obra de los rusos o de los americanos». Estamos en plena Guerra Fría y todo parece posible. Pero nada encaja. Sigo observando, maravillado y aterrado, al mismo tiempo.
Me sumerjo dentro de la nebulosa y en el centro emerge una forma sólida. Una pirámide flotante, tan grande como un edificio de veinte plantas, que flota en el aire y rota suavemente sobre su eje. Es un espectáculo imposible. No hay ruido, no hay turbulencias. Todas las alarmas internas del caza se disparan y comienzan a sonar. Me han bloqueado. Una señal que cualquier piloto teme. Esto, significaría que me están apuntando con un misil. Pero no hay misiles, solo esa inmensa pirámide pulida que parece observarme. A pesar del pánico que debería sentir, hay algo hipnótico en esa presencia. Acelero hacia ella, dispuesto a lo que sea; sin embargo, cada intento de acercamiento termina con el objeto alejándose, siempre fuera de mi alcance.
Floto, hipnotizado por minutos que podrían haber sido horas, si no llega a ser porque el nivel de combustible agotándose me devuelve al presente. Pongo rumbo de vuelta a la base cuando escucho algo imposible, a través de los auriculares del casco, la voz más fuera de lugar imaginable: risas de niños.
—Hola, ¿Quién eres? ¿Cómo estás? Hola, hola —susurra una voz infantil.
Alucino. «Después de lo que acabo de ver, ahora esto», pienso. Mi cuerpo se tensa e intento racionalizarlo. Quizá algún barco cercano; el hijo de un capitán, jugando con los sistemas de comunicación. No tiene sentido, estamos demasiado lejos. Apago la radio principal, pero se sigue colando por la radio secundaria. «¿Qué raro que se cuele por las dos radios, esto no tiene sentido?», se dice. Apago la segunda radio y, por un breve instante, creo que he conseguido silencias las voces. Sin embargo, las risas vuelven como si se filtraran directamente en mi propio cerebro. Los segundos parecen eternos hasta que, me alejo lo suficiente del objeto y las voces cesan. El silencio regresa. Un escalofrío me recorre la espalda. No vuelvo a escuchar esas voces en el resto del trayecto.
Regreso a la base con la sensación de haber dejado algo irreal atrás. Al aterrizar, me recibe el general con expresión seria. Me ordena redactar un informe completo. Todo debe ser registrado, cada palabra, cada detalle. Sé que no soy el primero en enfrentar algo así. Sin embargo, dudo si debería contar toda la verdad, ya que podría exponerme a perder mi licencia de vuelo.
Me estoy cambiando cuando un mecánico irrumpe en los vestuarios, pálido como un cadáver.
—Ven un momento, por favor, tienes que ver esto.
Lo sigo y me conduce hasta el Mirage. No puedo creer lo que veo. El fuselaje está calcinado, como si un soplete lo hubiera recorrido de punta a punta. Un centenar de remaches han saltado. Esto no es normal, no es posible.
—¿Qué has hecho? —me pregunta el mecánico, casi con rabia. Yo solo sacudo la cabeza, aún incrédulo.
—Un rutowski, me he elevado lo suficiente para poder rodearlo. Quizá lo he llevado un poco al límite, pero nada fuera de lo normal, nada que justifique esto.
Vuelvo a casa, intentando olvidar el día. Hago todo lo posible por convencerme de que ha sido una alucinación causada por el cansancio. Mi mujer me sirve una copa de vino y cuando la cojo, explota al entrar en contacto con mis dedos. Los cristales caen al suelo y el vino gotea por mi mano. Durante semanas, cualquier objeto de vidrio que toco, se rompe. Mi esposa no me dice nada a pesar del destrozo en su vajilla, sin embargo, veo la preocupación y el miedo reflejado en sus ojos. Los siguientes días, son un desfile de pruebas y evaluaciones psicológicas. Los informes dicen: «Apto para volar», aunque yo siento que algo ha cambiado dentro de mí.
Regreso al aire con la esperanza de que todo sea un recuerdo lejano. Las brújulas giran sin control al acercar mis manos. Los mandos dejan de responder. Los instrumentos fallan. El caza entra en perdida. Intento recuperarlo, gritando órdenes al vacío. Y entonces, la voz regresa, más clara que nunca: «Lo sentimos, pero no puede haber testigos».
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