20 octubre 2024

Doña Quijada del Mar


En un lugar de la costa del sol, de cuyo nombre no quiero acordarme, no ha mucho vivía una activista de las de arpón en cubierta, traje de neopreno, lancha tuneada y delfín nadador. Rozaba ya los cincuenta; era alta, delgada, de rostro espigado, gran madrugadora y amiga de los animales. Llamábase a sí misma Quijada del Mar, pues en sus días de gloria como bióloga marina había escrito tantos informes sobre la explotación pesquera y contaminación de los océanos; que había llegado a creer que las grandes corporaciones que saqueaban el océano no eran menos peligrosas que las grandes olas monstruoso a las que se había enfrentado en su juventud.
      Después de toda una vida entregada al salvamento marino y viendo que los gobiernos no hacía nada por solucionar las injusticias, decidió tomar el destino del océano en sus manos. Así fue como nuestra activista perdía el juicio y se le ocurrió entonces la brillante idea de convertirse en rebelde y luchar contra las grandes injusticias que asolaban el mar.
      Pero no estaba sola, su leal amiga Sancha, una mujer pragmática y de pocas palabras, que había crecido entre pescadores, tejedoras de redes y mecánicos de barcos; la seguía en todas sus locuras, no tanto por ideales, sino por lealtad y sentido del deber que le provocaba cuidar de su amiga. No entendía del todo las teorías conspiranoicas de Quijada sobre las multinacionales, aunque lo que sí entendía es que a veces era necesario dar una lección a quienes arruinaban el mar que tanto amaba. Su conocimiento del mar y su habilidad para inventar artilugios las había salvado en más de una ocasión. Cada vez dudaba más de si volverían vivas de alguna de esas misiones.
      Quijada se presentó en casa de Sancha, una mañana cuando los primeros rayos del sol aún acariciaban las olas.
      —Sancha —la llamó Quijada—, hoy será el día en que las redes caerán. Partiremos al caer la tarde e interceptaremos ese barco infernal, ese monstruo de codicia que arrastra en sus redes la vida misma del océano. No podemos permitir que sigan esquilmando la vida marina.
      Sancha, aún frotándose los ojos, miró el horizonte en calma que se extendía al otro lado de la ventana.
      —¿Ya estás otra vez con esas, Quijada? Sabes bien que esos tipos no se andan con tonterías. El otro día casi nos hunden la lancha a tiros —respondió Sancha.
      —Esa es la verdadera lucha, amiga mía. Los pescadores ilegales no tienen escrúpulos, pero nosotros tenemos la razón de nuestro lado —dijo Quijada—. Mi alma me dice que el destino del océano está en nuestras manos.
      —Lo que mi alma me dice es que vamos a meternos en la boca de una ballena azul. Pero si tú vas, yo también voy.
      Sancha soltó un suspiro y comenzó a preparar su traje de neopreno corroído por la sal marina y su arpón modificado de invención propia, para asegurarse de que aún funcionase. El artilugio consistía en un arpón al que le había unido un palo largo de metal y un pequeño motor que podía cortar redes y cables a distancia y en segundos. No era la primera vez que lo usaban, y a pesar de las protestas de Sancha, Quijada seguía llamándolo «su arma justiciera».
      Al caer la noche, pusieron rumbo al pequeño puerto donde guardaban su embarcación, una modesta lancha hinchables con motor fuera borda a la que llamaban Navegante y que ya mostraba los signos de su vida de aventuras. Quijada la había adquirido con sus ahorros y Sancha le había realizado modificaciones. Se adentraron en el océano, para buscar el barco pesquero. El océano estaba en calma, pero el corazón de Quijada latía con la pasión de quien siente que va a la guerra por una causa justa.
      A lo lejos, en el horizonte, avistaron lo que parecía ser el objetivo de su misión: un gigantesco barco pesquero con banderas falsas que, según sus investigaciones, llevaba semanas operando en aguas protegidas utilizando redes de arrastre ilegales que destruían el lecho marino y capturaban lo que Quijada imaginaba eran criaturas indefensas del océano.
      —¡Mira, Sancha! —exclamó Quijada, con los ojos encendidos y señalando con el dedo—. Ese es el leviatán que hemos venido a destruir.
      —Pues sí que es grande —respondió Sancha con ironía—. Pero bueno, cortemos esas redes y salgamos de aquí antes de que nos vean.
      Sancha convencida de que el plan sería como siempre: acercarse lo suficiente para cortar las redes y huir antes de ser descubiertas, puso rumbo hacia el barco.
      —Hoy no solo cortaremos redes, Sancha. Hoy nos enfrentaremos a esos monstruos del mar —dijo, levantando su arpón como si se tratase de una espada.
      —No creo que podamos hundir ese barco con una simple lancha y un arpón —dijo Sancha, reclamando sensatez a su amiga.
      Quijada, sin embargo, ya estaba en su propio mundo: un lugar donde las aventuras heroicas y los ideales de justicia lo eran todo. Se puso en pie en la proa de la lancha, con el viento despeinando su cabello y levantó los brazos en un gesto triunfal.
      —¡En nombre del océano y de todas las criaturas marinas, detendremos vuestra codicia! —gritó, como si la tripulación del barco a kilómetros de distancia pudieran escucharla.
      Sancha no pudo evitar sonreír ante el espectáculo. Sabía que su amiga estaba medio loca, pero esa locura siempre la hacía reír e incluso admiraba su ímpetu.
      —Bien, bien, heroína, pero antes de que nos descubran, vamos a cortarles las redes. ¿Qué te parece? —dijo Sancha, tratando de distraer a su amiga de una misión suicida.
      Sancha metió su invento en el agua y lo encendió. La red se cortó sin dificultad y los peces que arrastraban las redes escaparon al instante.
      —¡Lo logramos! —exclamó Quijada, eufórica.
      Pero su alegría fue prematura. Desde el barco pesquero, un guardia que vigilaba las maniobras noto la ausencia de peso y dio la voz de alarma. Un haz de luz gigante se encendió de pronto para localizar el problema. En cuestión de segundos, varios hombres desde cubierta, las señaló.
      —¡Nos han visto! —gritó Sancha, mientras aceleraba la lancha—. Será mejor que nos larguemos.
      Quijada estaba inmersa en su lucha imaginaria. En lugar de resignarse en su intento, se subió a la proa de la lancha y gritó:
      —¡No! ¡No nos iremos de aquí sin luchar! ¡Hoy enfrentaréis la justicia de Quijada del Mar! Sancha, prepara tu arpón. Esta será nuestra batalla decisiva —ordenó Quijada.
      No había terminado de hablar cuando vio como una lancha rápida descendía del barco pesquero y navegaba tras ellas. Sancha trató de maniobrar entre las olas, pero los hombres del barco pesquero eran rápidos y estaban decididos a detenerlas. Quijada, en su frenesí, intentó enfrentarse a ellos con su arpón.
      —¡Atrás, bestias del mar! —gritó mientras disparaba el arpón, que apenas cayó a unos metros de distancia.
      Sin embargo, no era un enfrentamiento lo que les esperaba, sino una persecución. La lancha de los pescadores, mucho más moderna y rápida, comenzó a acortar la distancia entre ellos. Sancha sabía que solo disponía de unos minutos de ventaja, pero Quijada se resistía a la idea de huir. La realidad pronto se impuso con un sonoro disparo y el proyectil silbó por encima de sus cabezas.
      Quijada respondió con burlas que se silenciaron poco después cuando vio que las apuntaban de nuevo con un fusil de asalto.
      —Sancha, quizás sea momento de retirarnos —dijo finalmente Quijada—. Pero volveremos y cuando lo hagamos, estos malditos no sabrán lo que les espera.
      Se escuchó un segundo disparo. Instantes después, el motor se apagó de golpe.
      —¡Nos han dado! —exclamó Sancha.
      La lancha hinchable se quedó a merced de las olas. Antes de que pudieran reaccionar, la lancha del pesquero mucho más robusta que la suya chocó contra ellas, haciéndolas perder el equilibrio y caer al suelo. Quijada se puso de pie, aún aferrada a su arpón. En cuestión de segundos, su pequeña lancha comenzó a llenarse de agua. Sancha, con los ojos muy abiertos, comprendió lo que sucedía.
      —¡Quijada, vamos a hundirnos si no tapamos el agujero! —gritó.
      Demasiado tarde. Un segundo impacto terminó por romper la lancha y el agua comenzó a entrar a raudales.
      —¡Rápido, al bote inflable! —dijo Sancha, desplegando el pequeño bote de emergencia que llevaba para situaciones como esta.
      El bote se desplegó justo a tiempo de que su fiel embarcación, la que las había acompañado en tantas aventuras, desapareciese bajo las olas.
      Los hombres, riéndose a carcajadas, comenzaron a dar vueltas alrededor del inflable.
      —¿Qué hacemos con ellas? —preguntó uno a su compañero.
      —Dejarlas ahí para que aprendan a no meterse con los adultos.
      La lancha partió de vuelta al barco y Sancha respiró aliviada.
      —¡No ha sido en vano! —les gritó Quijada, empapada pero desafiante.
      —¿Sabes qué, Quijada? Creo que la próxima vez deberíamos pensar en un plan menos heroico y más práctico —dijo Sancha mientras comenzaba a remar de vuelta a la costa.
      —La victoria no siempre es inmediata, Sancha —respondió Quijada amenazando con la mirada al barco pesquero—. Pero mientras el océano respire, seguiremos luchando.
      Y así, mientras la costa volvía a aparecer en el horizonte, Quijada ya estaba planeando su próxima gran hazaña.



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