Soy un joven fotógrafo y acabo de mudarme a un pequeño, pero pintoresco pueblo. Pretendo inmortalizar el otoño con mi cámara de última generación que siempre me acompaña. Estoy recorriendo el frondoso bosque de detrás de mi casa cuando algo inusual llama mi atención. Entre las hojas caídas, encuentro una cámara antigua, cubierta de polvo. La recojo con cuidado y descubro que aún tiene un carrete en su interior. No tengo demasiadas esperanzas en que las fotos sean revelables, sin embargo, me la llevo para probar suerte.
Al llegar a casa, voy directo al estudio. En todas las fotografías, aparece una joven con un vestido blanco y cabello rubio, que parece ajena a la cámara. A medida que avanzo, siento más curiosidad por conocerla. En la última que revelo, su rostro refleja un profundo terror, como si estuviera atrapada dentro de una pesadilla. Necesito resolver este misterio, así que busco una en la que se la reconozca y encuentro una donde la joven está leyendo un periódico en una cafetería.
Con la fotografía en la mano, me acerco a mi vecina, una anciana muy amable que lleva toda su vida en el pueblo. No recuerda a la joven, no obstante, me cuenta que debe de ser de los años setenta. Sigo calle abajo, preguntando a todos los que me encuentro, aunque todos son demasiado jóvenes y ninguno la reconocen. Cansado de pasear por el pueblo, decido entrar en la cafetería. Para mi sorpresa, es la de la foto. Como no se me ocurrió venir aquí desde el principio. Detrás de la barra, una mujer con la edad perfecta me confirma que la cafetería ha sido de su familia desde los años cincuenta. En cuanto le muestro la foto, reconoce a la chica como la gemela de su madre. Me cuenta que su nombre era Zoraida, una chica encantadora que había desaparecido sin dejar rastro y me señala un recorte de periódico pegado en la pared que recuerda el suceso: «Joven desaparecida el día 23 de octubre de 1973». Vuelvo a mirar la foto y mis ojos van hasta la fecha del periódico. No puede ser, es del mismo día de su desaparición. No le hablo de la foto, antes tengo que reconstruir el camino que muestran las fotografías, tal vez pueda encontrar más pistas sobre lo que le ocurrió a la joven. Con una gran emoción y una pizca de nerviosismo, me dirijo nuevamente al bosque, dispuesto a seguir la ruta.
La primera foto en el bosque, muestra un camino cubierto de hojas de colores dorados y rojizos. Reconozco ese sendero, fue donde encontré la cámara. Las risas de unos críos me conducen hasta un parque infantil. Identifico el lugar de la segunda, aunque en ella no había parque, solo se ve a Zoraida observando a unos niños jugar en una explanada con unas hojas secas. A lo lejos está el centenario y majestuoso árbol, al que Zoraida está abrazando en la siguiente foto. Continúo por el sendero hasta dar con el claro repleto de flores violetas donde Zoraida estaba girando con el viento soplando y revolviendo su cabello.
El sonido del agua delata donde está la cascada. La corriente de agua es mucho menor, pero sin duda es la misma. Recorro el estanque en busca de una pasarela de madera, la encuentro desgastada y agrietada por el agua. La recorro como hizo ella y va crujiendo bajo mis pies. La imagino sumergiendo los pies descalzos en el agua cristalina con la mirada perdida en la corriente. Su rostro sereno contrasta con mi intranquilidad al saber que alguien la perseguía entre las sombras.
Me cuesta localizar el antiguo pozo de piedra, sin embargo, al final doy con él junto a una casa, ella está mirando hacia abajo con curiosidad. Se me encoge el corazón al imaginarme la sombra empujándola. Está oscureciendo y pronto será noche cerrada. Desearía poder gritarle que vuelva a casa, aunque sé que no lo hará. Únicamente queda una foto, la de Zoraida situada en la entrada de una cueva, su cara iluminada por el flash y con una expresión de horror dibujada en su rostro.
Siento una poderosa fuerza que me atrae en dirección a una arboleda. Diviso desde allí la cueva. Me reclama, así que guardo las fotos en mi mochila junto a la antigua cámara y enciendo la linterna de mi móvil. Las paredes parecen tragarse la luz y mis pisadas retumban en el silencio, poniéndome todos los pelos de punta. Miro en todas direcciones y una agrupación de piedras destaca por encima de las demás, su colocación no puede ser casual. Sin dudarlo, me arrodillo y comienzo a apartarlas. Con solo quitar tres piedras me basta para encontrar una cámara muy similar a la de esta mañana. Voy a mi mochila para compararlas, pero para mi sorpresa, la cámara ya no está allí; tampoco las fotos.
Una ráfaga de viento helado me corta la respiración y un reflejo blanco al fondo de la cueva me impulsa a adentrarme. Mis pies se hunden en la arena y retrocedo hasta la superficie dura. Sin saber por qué me veo cavando con las manos, rozo una textura de cera. Sigo excavando y doy con una mano humana. Espantado por un terror sobrenatural, salgo corriendo. Mi corazón late desbocado mientras corro en busca de ayuda. Guio a la guardia civil hasta la cueva y espero fuera mientras desentierran el cadáver. En un primer análisis, el forense dictamina que es una mujer y la fecha aproximada de su muerte: cincuenta años.
Aún perturbado por todo lo ocurrido, regreso a la cafetería y me encuentro con una guardia civil mostrando un colgante a la dueña. Ella rompe a llorar y le muestra uno igual que era de su madre. Una presión en el corazón hace que me ponga de pie y voy hasta el baño para refrescarme la cara. Unas fotos antiguas en el pasillo, llaman mi atención. En una de ellas aparece la cámara, fue un premio en un concurso y el ganador… No puede ser. Como puede parecerse tanto a mí. Continuo hasta el servicio angustiado y nada más abrir la puerta, el espejo tenía reservado una última sorpresa para mí, ya no soy el joven fotógrafo que llegó al pueblo, sino un hombre anciano, con arrugas marcadas por el paso del tiempo.
|
No hay comentarios:
Publicar un comentario