La luna se abría paso entre las nubes sobre el parque donde Martin se encontraba, sentado en el césped junto al árbol de siempre. Estaba distraído, mirando al cielo, como si las estrellas pudieran decirle lo que estaba por venir. Había quedado con Juanjo, pero este se retrasaba, y Martin comenzaba a pensar que le había dado plantón. Consideraba irse a casa antes de que el cielo se abriera sobre él.
A lo lejos, un nervioso Juanjo caminaba en su dirección con las manos en los bolsillos. «Te miro y te pienso, y pienso que te digo», se decía Juanjo en silencio. Las palabras vibraban en su mente como ecos de una conversación pendiente. Deseaba poder pensarlas tan fuerte que llegaran hasta Martin, para evitar tener que pronunciarlas en voz alta. Se sentía atrapado entre el deseo de hablar y el miedo a romper el delicado equilibrio que mantenía su amistad, o lo que quedaba de ella después de que Martin le confesara lo que sentía por él. Desde la distancia, Juanjo lo vio, y un nudo se le formó en la garganta. Se detuvo, valorando la posibilidad de volver a casa. Pero el simple hecho de saber que, si lo hacía, Martin se enfadaría con él; lo llevó a silbar para llamar su atención.
Un sonido breve, pero suficiente para que Martin alzara la cabeza y mirara en dirección de Juanjo. Tan solo con que sus miradas se cruzaran, fue suficiente para que todas las inseguridades de Juanjo se desvanecieran de golpe. Le encantaba cuando Juanjo le silbaba, como si fuera su manera de decirle «aquí estoy», sin necesidad de hablar. Ese silbido siempre tenía algo especial, algo que Juanjo hacía solo para él, como si fuera una clave secreta entre ambos.
Cuando Juanjo llegó hasta donde estaba Martin, se perdió en los ojos del joven, que brillaban bajo la luz tenue de la luna. Y por primera vez en mucho tiempo, no tuvo dudas. Consumido por los nervios, comenzó una disculpa por llegar tarde que parecía no tener fin.
"Hablas y hablas. Inventas e improvisas. Me evitas la mirada", pensaba Martin, pero no le importaba. Sabía que, entre tantas palabras, siempre había un lugar para él. No importaba cuántas vueltas diera Juanjo, cuántas veces evitara decir lo que realmente pensaba. Lo importante era que estaba ahí, y no había huido, después de que él le confesara sus sentimientos.
Juanjo permaneció de pie, sin atreverse a sentarse aún. «Hablo y hablo —se repetía en su mente—, y creo que hoy pasa algo». Consciente de que estaba divagando para evitar decir lo que había planeado, se quedó callado. Su mente estaba llena de frases, de emociones acumuladas que había estado guardando durante demasiado tiempo. Y, sin embargo, solo podía quedarse ahí, de pie frente a Martin, notando cómo el tiempo entre ellos se estiraba, como el espacio entre un relámpago y el trueno.
Martin lo observaba fijamente. «Te pienso y te miro», pensaba, viendo a Juanjo en silencio. Al mirarlo, no solo veía a su amigo, sino que se veía reflejado en sus dudas. Era como si, en ese momento, ambos se hubieran convertido en espejos el uno del otro. Sabía que Juanjo llevaba algo dentro, algo que no se atrevía a expresar, pero no lo presionaba. Nunca lo había hecho. Porque siempre, de alguna forma, acababa entendiendo lo que Juanjo trataba de decir, incluso sin palabras.
Finalmente, Juanjo respiró hondo y se dejó caer de rodillas junto a Martin. Apenas se atrevía a mirarlo directamente, murmuró algo que parecía llevar días, semanas, quizá meses guardando: "Te amo. Ya te lo he dicho. Ya lo has oído". Un destello en el cielo acompañó sus palabras.
Martin lo miró fijamente, sorprendido, pero no porque no lo hubiera intuido antes. Sabía que había algo profundo entre ellos, algo que no se necesitaba verbalizar. Pero escuchar esas dos palabras… era diferente. Eran reales. Y lo cambiaban todo.
Juanjo sintió cómo el peso de esas palabras lo atravesaba, liberándolo al mismo tiempo. Había cruzado esa frontera invisible. Un silencio denso los envolvió, pero no era incómodo. Era el tipo de silencio que llega después de decir lo necesario, lo que ya no se puede evitar. Las palabras se habían liberado, flotando entre ellos como pequeñas luciérnagas en la noche. Juanjo miró a Martin de arriba abajo, y Martin leyó a Juanjo de izquierda a derecha. Martin sonrió, esa sonrisa tranquila que siempre le dedicaba a Juanjo cuando sabía que las cosas estaban bien. "Yo también te quiero", murmuró, y esa sencilla respuesta fue todo lo que necesitaban.
Juanjo, sin poder contenerse más, se lanzó sobre Martin, tumbándolo sobre la hierba y besándolo sin miedo. Cuatro segundos después, el trueno retumbó en la distancia, marcando el final de algo y el principio de otra cosa. Ambos lo sabían, y aunque no necesitaban decirlo, sabían que ya no había vuelta atrás.
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