A través de una estructura coral y una segunda persona del singular como forma narrativa, el autor convierte este testimonio en una obra literaria poderosa y necesaria, que denuncia, emociona y, sobre todo, interpela. Lo hace sin sensacionalismos, con una madurez y profundidad que sorprenden y conmueven.
Consistencia
La historia no solo es coherente, sino que está sólidamente construida. Los hechos narrados, aunque basados en la experiencia real de Ruescas y su entorno, se desarrollan dentro de una estructura novelada que funciona con precisión narrativa. No hay contradicciones relevantes; los eventos siguen una lógica emocional y judicial muy clara: desde la agresión inicial hasta el proceso posterior que sacude tanto a la víctima como a su pareja.
Los personajes se comportan de forma coherente según sus roles: el agredido, su pareja, los amigos, los policías, los testigos y hasta un hater de redes sociales. Todos aportan distintas capas a un mismo hecho, reforzando el eje central del libro. Las subtramas: como la salud mental, el efecto de la viralización mediática, la presión judicial o la fragilidad de los vínculos afectivos; están tan bien integradas que ninguna se siente forzada.
El uso de la segunda persona genera una conexión inmediata con la interioridad de los personajes. Y aunque el estilo podría parecer arriesgado, acaba ofreciendo cohesión: todo está narrado desde un mismo lugar emocional, profundo y honesto. El final, sin caer en soluciones mágicas, es consecuente con todo lo anterior: no ofrece una resolución redentora, sino una reflexión que deja huella.
Ambientación
Aunque la novela se sitúa en un contexto urbano actual, las calles de Madrid, el ambiente del Orgullo, comisarías, hospitales o redes sociales. Ruescas logra crear una ambientación que va mucho más allá del espacio físico. Cada escenario refleja una atmósfera emocional: el miedo en la calle, la incomodidad en una comisaría, la ansiedad en una sala de espera o el vacío en una habitación compartida después de un trauma.
No se trata de una ambientación barroca, sino de una descripción sutil e introspectiva, donde los detalles importan: una mirada, un gesto, un silencio. La ciudad se convierte en un personaje más, indiferente o cómplice según el momento, y el entorno afecta directamente a las decisiones y conflictos de los protagonistas.
El uso de metáforas y simbolismos es contenido pero efectivo, especialmente cuando se habla de oscuridad, ahogo o luz. La ambientación social: la fuerza y toxicidad de las redes. La hipocresía institucional, también está perfectamente integrada. El tiempo narrativo es contemporáneo y realista, y genera una inmersión absoluta gracias a su cercanía con los hechos actuales.
Personajes
Los protagonistas tienen objetivos claros, aunque no siempre explícitos: sobrevivir, entender, sanar. Las emociones que experimentan son creíbles hasta lo doloroso. Tanto el personaje de la pareja agredida como el narrador (su pareja) muestran una evolución natural, desde la negación al miedo, del enfado al intento de reparación.
Los personajes secundarios: amigos, policías, activistas, testigos; no son meros accesorios. Todos tienen una voz diferenciada y ofrecen perspectivas necesarias. Es particularmente potente el recurso de cambiar de narrador en cada capítulo, ya que permite empatizar incluso con personajes que podrían resultar incómodos o ajenos.
Los diálogos suenan reales, con pausas, contradicciones y silencios cargados de emoción. No hay estereotipos, ni buenos muy buenos ni malos caricaturescos: incluso el hater de redes sociales tiene motivaciones entendibles, aunque erradas. Los personajes se quedan contigo después de terminar el libro, especialmente por su humanidad imperfecta.
Ritmo
El ritmo de Lo que pasó está cuidadosamente calibrado. La historia empieza en alto, con la agresión, y desde ahí se dosifican los momentos de tensión y calma para evitar que la lectura se vuelva agotadora. Aunque cada capítulo cambia de voz narrativa, las transiciones son fluidas y enriquecen la experiencia, permitiendo ver las múltiples caras de una misma tragedia.
El inicio es impactante. No se anda con rodeos: el lector se ve arrojado al epicentro del conflicto. Desde ahí, el ritmo se sostiene mediante una alternancia de escenas íntimas, reflexiones personales, enfrentamientos legales y debates sociales.
El final, lejos de ser apresurado, se toma el tiempo necesario para cerrar emocionalmente el viaje de los personajes. No hay relleno, ni tampoco escenas innecesarias. La novela dura lo que debe durar y está perfectamente editada para que la historia mantenga siempre el interés.
Intriga
A pesar de que el lector puede intuir el desenlace, ya que es una historia real, la novela consigue mantener la intriga a través de su estructura emocional. Cada voz narrativa suma una nueva dimensión al conflicto. Las preguntas no son solo qué ocurrió, sino cómo lo vivió cada uno, qué consecuencias tuvo, y si es posible la justicia o la sanación.
Los giros no son espectaculares en forma, pero sí en fondo: un comentario desafortunado, una omisión, un fallo judicial o un recuerdo reprimido pueden cambiar el curso de los acontecimientos. El suspense se sostiene en la espera de una reparación que no sabemos si llegará.
El conflicto principal es poderoso: una agresión homófoba perpetrada por quienes deberían proteger. Y la novela sabe usar ese núcleo para construir un relato que no se agota en la denuncia, sino que se convierte en una meditación sobre la dignidad, el miedo, el amor y la lucha.
Disfrute
Esta no es una novela cómoda. Es dura, incómoda, emocionalmente exigente. Pero es también una lectura profundamente conmovedora, necesaria y transformadora. Provoca impotencia, rabia, tristeza... y, finalmente, una tenue esperanza.
Cada capítulo es un espejo distinto del dolor, pero también del amor y la resiliencia. Hay momentos especialmente intensos, como los monólogos del personaje agredido, las conversaciones fallidas de la pareja o los juicios internos que se hacen los testigos.
No es una lectura ligera, pero sí gratificante. El equilibrio entre denuncia, intimidad y belleza literaria hace que esta sea una novela que deja huella. No solo la recomendaría, sino que creo que debería formar parte de lecturas colectivas y discusiones sobre derechos humanos y justicia social. Es probable que no la relea pronto por lo que remueve, pero sí la recordaré mucho tiempo.
Escritura
El estilo narrativo de Ruescas es uno de los grandes aciertos del libro. Es valiente y original. La segunda persona del singular no es un capricho estilístico: se convierte en una herramienta poderosa para interpelar al lector y meterse en la piel del personaje que habla o al que se habla.
La escritura es limpia, directa, con momentos líricos muy logrados. Las frases están cuidadosamente construidas, evitando florituras pero con un ritmo interno que las hace impactantes. Ruescas sabe cuándo detenerse y cuándo dejar espacio al lector para respirar.
Los diálogos suenan auténticos, y las voces están bien diferenciadas. La alternancia de perspectivas está perfectamente ejecutada, y cada narrador aporta un nuevo matiz.
En definitiva, la escritura no solo acompaña la historia, sino que la potencia. El autor demuestra aquí una madurez literaria que trasciende su perfil habitual.
En resumen, Lo que pasó no es una novela más. Es un testimonio ficcionado de un hecho doloroso, narrado con valentía, sensibilidad y maestría. Es una obra que informa, remueve, indigna y, finalmente, ilumina. Aporta una mirada necesaria sobre la lgtbifobia, el abuso institucional y la fragilidad emocional que conlleva vivir con miedo.
Lo recomendaría a cualquier lector adulto o joven adulto que quiera entender, empatizar y reflexionar. Es un libro duro, pero imprescindible. Javier Ruescas no solo ha escrito una novela: ha lanzado una denuncia, una caricia y una llamada a actuar.
|
No hay comentarios:
Publicar un comentario