Las luces del cine se apagaron lentamente, envolviendo la pequeña sala en sombras. Solo la pantalla proyectaba destellos blanquecinos sobre las caras de los pocos asistentes, parejas casadas y grupos de amigos que habían convertido la proyección del sábado en un hábito inamovible. Calixto se hundió un poco más en su butaca, disfrutando de la seguridad que le daba la oscuridad.
A su lado, Silverio permanecía rígido, con las manos apoyadas en las rodillas. Habían llegado por separado, con minutos de diferencia, y nadie en el pueblo sospecharía nada. ¿Por qué habrían de hacerlo? Solo eran dos jóvenes que compartían aficiones, que a veces conversaban en la plaza o intercambiaban libros. Nada más.
Nada más.
Pero, mientras quedaran estrellas sobre ellos, Calixto sabía que eso era mentira. Que ese "nada" era, en realidad, un todo tan grande que apenas cabía en su pecho.
La película comenzó, pero para él no existía. Solo existía la proximidad de Silverio, su silueta apenas visible en la penumbra. Sus manos seguían ahí, sobre sus rodillas, demasiado lejos. Calixto tragó saliva. Si alguna vez se atrevía a dar el paso, tenía que ser aquí, bajo la única sombra segura que les ofrecía el mundo.
Primero, dejó caer la suya sobre el reposabrazos. Despacio. Fingiendo que solo buscaba una posición cómoda. Luego, dejó que sus dedos rozaran los de Silverio, un contacto leve, tembloroso, que no significaba nada para nadie… excepto para ellos.
Silverio no se apartó.
El corazón de Calixto se desbocó. Entonces, con una lentitud casi reverencial, sus dedos se entrelazaron.
—Nunca necesitarás dudarlo —susurró sin voz, solo para él mismo.
Sintió a Silverio exhalar despacio. Ninguno se movió. No había caricias ni presión, solo la certeza absoluta de aquel contacto, de aquella verdad escondida en la penumbra. Era un gesto pequeño, pero en ese instante, Calixto supo que nunca habría nada más grande.
Si alguna vez lo dejara, la vida seguiría. Lo sabía. Tendría que seguir. Se levantaría cada mañana, trabajaría, hablaría con su madre sobre cosas intrascendentes y pasearía por la plaza como cualquier otro vecino. Pero, ¿qué sentido tendría todo eso? El mundo podría ofrecerle de todo, pero sin Silverio, no le mostraría nada.
Solo Dios sabe qué sería de él sin esa mano entrelazada con la suya.
Fuera, el reloj de la iglesia marcó las diez y media. En pocos minutos encenderían las luces. Tendrían que soltarse, recuperar la distancia, fingir que solo eran amigos.
Pero hasta que llegara ese momento, no lo eran.
Y mientras quedaran estrellas sobre ellos, Calixto nunca lo dudaría.
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