23 julio 2025

Cabaña en el bosque


Por su primer aniversario como trieja, Claudia, Diego y Esther han elegido una cabaña apartada para pasar el fin de semana. Sin señal de teléfono, rodeada por un bosque denso y un lago cristalino. Quieren desconectarse del mundo y celebrarlo a su manera, en paz, lejos del ruido de la ciudad y los prejuicios.
     La primera noche transcurre con normalidad. Brindan con vino, ríen a la luz de la chimenea y comparten historias. Sin embargo, al despertar a la mañana siguiente, Claudia ha desaparecido.
     Diego y Esther la buscan frenéticamente, revisando cada rincón de la cabaña, del lago, del sendero de entrada. No hay rastros de que hayan forzado la puerta, ni huellas que indiquen que se haya marchado. El pánico los envuelve hasta que, al anochecer, Claudia regresa sola, vestida con la misma ropa de la noche anterior, pero con una expresión ausente en el rostro.
     —¿Dónde estabas? —pregunta Esther, abrazándola con fuerza.
     —Estaba aquí —responde Claudia, confundida.
     No recuerda haberse ido. Asegura que ha despertado junto a ellos, que ha pasado el día en la cabaña. Pero Diego y Esther saben que no es cierto.
     Esa noche, Claudia se muestra extraña. En la cena, menciona una conversación con Diego sobre dejar la ciudad, una conversación que nunca había tenido lugar. Asegura que Esther le confesó temer que la relación terminara pronto. Esther lo niega, pero Claudia insiste en que lo recuerda con claridad. La tensión flota en el aire mientras tratan de restarle importancia.
     Al día siguiente, Diego desaparece. Al caer la noche, lo encuentran caminando por el bosque y al igual que Claudia, trae consigo recuerdos que no le pertenecen. Habla de un paseo por el lago con Esther mientras Claudia dormía, de un beso furtivo compartido lejos de los ojos de la tercera persona. Esther lo niega con vehemencia, pero la duda ya se ha sembrado en el corazón de Claudia.
     El patrón se repite la tercera noche. Ahora le toca a Esther. Cuando regresa, su expresión es taciturna. Mira a Claudia con sospecha y a Diego con desconcierto.
     —Sé lo que hicisteis anoche —susurra.
     Diego se encoge de hombros, aturdido.
     —No he hecho nada.
     Pero Esther recuerda verlo susurrándole algo a Claudia en la cocina, tocándola de una forma que no le resulta familiar. Recuerda su propia sensación de exclusión, la certeza de que algo estaba cambiando en la relación. Pero Claudia lo niega, insiste en que nada de eso ha ocurrido.
     La tensión crece entre ellos, provocando que empiecen a dudar los unos de los otros. Se miran con desconfianza. Claudia acusa a Diego de mentir, Diego sospecha que Esther oculta algo y Esther se siente extrañamente excluida. Sus recuerdos se entremezclan, se borran y se superponen con vivencias que desconocen si son reales o manipuladas. Algo en la cabaña juega con sus mentes, alterando la percepción de sus propias historias.
     La última noche, se encierran juntos en la habitación, aterrados de dormir, aterrados de despertar en un mundo en el que no se reconocen.
     Al amanecer, desayunan en silencio. Las dudas han echado raíces en sus pensamientos. Esther, buscando una distracción, revisa las fotos que han tomado en los últimos días. Sus manos tiemblan cuando llega a la última imagen.
     —¿Qué pasa? —pregunta Claudia, al notar su expresión.
     Esther gira la pantalla del móvil. Es una foto de los tres frente al lago. Pero en el reflejo del agua, hay cuatro sombras.
     Diego palidece. Claudia toma el teléfono y amplía la imagen. La cuarta sombra está levemente apartada de ellos, observando, acechante.
     —Esto no puede ser real… —murmura Esther.
     De repente, la puerta de la cabaña se cierra de golpe. Un viento helado recorre la estancia, apagando la lámpara sobre la mesita. Sienten un susurro detrás de ellos, un sonido gélido que se arrastra entre sus oídos como un eco lejano.
     Diego se levanta de golpe y corre hacia la puerta, pero no se abre. La manija no cede, como si alguien la sujetara al otro lado. Claudia retrocede hasta chocar con la pared, su respiración entrecortada.
     —No estamos solos —susurra.
     Esther siente un escalofrío recorrer su espalda cuando algo roza su hombro. Se gira bruscamente, pero no hay nadie. Solo el aire frío y la certeza de que alguien o algo está allí con ellos.
     El reflejo en la ventana confirma sus temores. Son tres en la cabaña.
     Pero hay una cuarta sombra entre ellos.
     Diego se abalanza contra la puerta con desesperación, golpeándola con el hombro una y otra vez. Claudia intenta forzar la ventana, pero no se abre, como si el vidrio estuviera fusionado con el marco. Esther, temblando, gira sobre sí misma, buscando otra salida. El viento sigue soplando dentro de la cabaña, pero no hay ninguna corriente de aire visible.
     —¡Apartad! —grita Diego, mientras lanza una silla con el vidrio que cede en una explosión de astillas.
     El viento helado del exterior se cuela de inmediato. Sin dudarlo, Claudia y Esther trepan por el marco, sintiendo cómo el frío les corta la piel. Diego las sigue y los tres echan a correr, sin mirar atrás.
     El bosque los envuelve en una negrura opresiva. Corren por el sendero que es el mismo que los llevó allí dos días atrás. Pero la carretera nunca aparece. Solo árboles retorcidos que parecen inclinarse sobre ellos con sus ramas largas y afiladas como garras.
     —No… no puede ser… —dice Claudia
     Delante de ellos, se alza la cabaña.
     El ventanal que rompieron sigue intacto. La luz de la lámpara parpadea débilmente en el interior. Y en la puerta, clavado en la madera, hay un mensaje que ninguno de ellos recuerda haber visto antes. Las letras, grabadas con trazos profundos, como si hubieran sido arañadas con uñas o cuchillos: Bienvenidos a casa.



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