16 julio 2025

Mujer contra mujer


Madrid latía con neones y acordes eléctricos, con la resaca de una dictadura que aún se deslizaba en los comentarios de los más viejos, pero que los jóvenes ya no estaban dispuestos a escuchar. Las calles olían a libertad y a Marlboro, a perfume barato y a cerveza derramada sobre las mesas pegajosas de los bares.
      Cristina y Laura caminaban por Malasaña, esquivando grupitos de punkis y modernos con chupas de cuero y gafas de espejo. Se conocieron en el Rock-Ola, entre luces estroboscópicas y humo denso, cuando Alaska y Dinarama cantaban A quién le importa a todo volumen. Un empujón en la pista, una disculpa entre risas y, antes de que se dieran cuenta, compartían cigarrillos en la terraza de un bar, canturreando el estribillo como si el mundo realmente les perteneciera.
      Eran diferentes. Cristina tenía el pelo corto y negro como la tinta, siempre vestía con chaquetas de segunda mano y camisetas de Alaska. Laura, en cambio, llevaba la melena larga y suelta, faldas cortas y labios pintados de rojo. Parecían dos piezas de un puzzle imposible, pero cuando se miraban, el mundo se reducía a un silencio eléctrico.
      Se tomaban de la mano cuando nadie miraba. Se buscaban entre la multitud de conciertos y, si la música lo permitía, sus dedos se rozaban por debajo de la mesa. No hablaban de lo que sentían, porque no hacía falta. Porque no se podía.
      Laura tenía novio. Un tipo con coche y apellido compuesto que la llevaba a cenar a sitios caros, que le regalaba discos de Duncan Dhu y que la llamaba "mi niña" cuando le hablaba por teléfono. Cristina lo odiaba, pero se mordía la lengua. No había espacio para su rabia.
      Hasta que una noche, después de demasiados vodkas con limón, Laura la besó en la puerta de El Penta. Sin miedo, sin dudas. A plena calle, bajo la luz de un farol amarillo y con la ciudad entera como testigo.
      —No está bien —susurró Laura después, con los labios aún pegajosos de carmín y alcohol.
      Cristina se encogió de hombros.
      —¿Y qué se le va a hacer?
      Un tipo con el pelo engominado las miró y chasqueó la lengua. Un grupo de chicas en minifalda cuchicheó, pero nadie dijo nada. Eran los ochenta. La Movida había traído a Tino Casal y a Pedro Almodóvar, pero no la verdadera libertad.
      Aquella noche se amaron con las persianas bajadas, con la radio sonando bajito en la mesilla, con la urgencia de quien sabe que el amanecer traerá preguntas. Tras las manos, fue el resto de la piel. No había donde esconderlo, aunque a la mañana siguiente lo disfrazarían de amistad.
      Y al día siguiente, Laura volvió a tomar el brazo de su novio y a posar para las fotos en blanco y negro que llenaban el mueble del salón de su casa. Cristina la vio desde la otra acera, con un cigarro entre los labios y las manos metidas en los bolsillos de su chupa.
      Lo disfrazarían de amistad. Saldrían a pasear por la ciudad sin rozarse los dedos. Laura hablaría de su boda, de su futuro, mientras Cristina fingía que no le dolía. Nadie detiene palomas al vuelo, pero algunas aprenden a vivir a ras del suelo.



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