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Hacía al menos veinte años que ella sabía que ciertos recuerdos no se desvanecen, aunque uno los empuje con fuerza hacia el fondo de la memoria. Los había llevado consigo como quien carga un pequeño tesoro y una herida al mismo tiempo. Cada paso que daba por el viejo sendero de los montes la acercaba a un pasado que había intentado olvidar y, sin embargo, volvía con la suavidad de la primavera después del estío.
Recordó cómo se marchó aquel día sin mirar atrás, con la convicción de que la distancia sería suficiente para desprenderse de todo: de sus dudas, de sus miedos, incluso de la ternura que no se atrevió a nombrar. Pero la vida, caprichosa, suele obligar a enfrentar lo que se dejó pendiente. Por eso estaba ahí, tantos años después, siguiendo un rastro de silencios que no habían caducado.
Cuando lo vio aparecer entre los árboles, sintió que el tiempo se encogía, que los años se le deshacían en las manos como arena fina. Él se detuvo a pocos pasos, sorprendido, pero sereno, como si también hubiera intuido desde siempre que ese encuentro era inevitable. No hablaron al principio; se miraron largamente, midiendo la distancia entre lo vivido y lo perdido.
Ella entendió entonces que no había venido a recuperar nada, sino a liberarse. Y que para hacerlo debía pronunciar aquello que nunca se atrevió a decir.
Respiró hondo, y se lo dijo con la certeza de que el amor no caduca, con el deseo de que todo estuviera bien al fin, con la sustancia profunda de lo que nace verdadero, con la paciencia de quien ha aprendido a esperar, con el eco de los montes que los vieron crecer, con la esperanza renovada de la primavera, con la calma que deja el estío y sin temor a que la vida pudiera robarle de nuevo lo más valioso.
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