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El mar está quieto esta mañana. Tan quieto que parece escucharte respirar. Lo sientes en el pecho, en la piel, en el estómago. Estás sola, sí, pero acompañada por algo inmenso que no necesita nombre.
El Varuna cruje como una bestia dormida que se despereza con el sol. Pasas la mano por la cuaderna interior, notas la madera húmeda, tibia, y piensas en la paciencia que exige cruzar un océano: avanzar milla a milla, pensamiento a pensamiento.
La vela está cazada apenas lo justo. El viento llega suave por sotavento, un soplo salado que huele a promesa. Te balanceas con el movimiento del casco, un vaivén lento que podría ser un arrullo. Mantienes el rumbo sin prisa. El horizonte respira contigo. Hay días en los que la soledad es un refugio, un lugar donde puedes escucharte.
Hoy parecía uno de esos días. Hasta que el horizonte se oscurece. Primero es una mancha, un trazo que podría ser una nube. Luego el viento se afila, se vuelve frío, punzante. El cielo se pliega. El mundo se encoge, más peligroso. Una línea de espuma avanza hacia ti, inevitable.
Tu corazón reconoce lo que tus labios no se atreven a decir: tormenta. Respiras hondo. Puedes con esto. Has podido con otras contrariedades. Pero tus manos tiemblan.
Ajustas la vela. Te inclinas a barlovento para controlar la entrada del viento. El aire te golpea como una pared. El mástil vibra, un sonido que sientes en los dientes. Intentas poner el velero al pairo, pero una ola te arranca el pensamiento. El Varuna se alza, se eleva como si fuera a escapar del mar. Luego cae con un impacto brutal que te arranca el aire del pecho.
«Estoy aquí», dices para recordarte que existes.
El cielo se abre en un relámpago y todo es luz blanca. El mar ruge, ya no aliado, sino villano sin rostro. Las olas se levantan como montañas vivas, hambrientas. El salitre te raja los labios. Te arden los ojos. El viento te empuja hacia estribor; corriges hacia babor, pero el timón se resiste, casi ajeno a tu fuerza. El velero ya no te obedece. Solo lucha.
Agarras un cabo para asegurar la base de la vela. Tus manos están heladas y, a la vez, te arden. Necesitas un nudo firme. Si la vela se suelta, será el fin. Tus dedos no responden, rígidos, torpes. Pero no puedes rendirte. Aprietas. Notas cómo una uña se te parte.
El viento ruge tan fuerte que no puedes oírte pensar. Una ola llega sin aviso. No vuelca el barco. Te vuelca a ti. Golpeas contra la cubierta. El impacto te deja sin aire. Te entra agua en la boca, la nariz, los oídos. Toses. Sientes dolor, miedo. No quieres morir aquí. Te arrastras hasta la borda y te aferras a la amarra principal, rodeándola con el antebrazo. La cuerda te muerde la piel.
Escuchas la voz de tu padre: aprende o fracasa. Lo odias por haberte lanzado a esto, por haber creído que la soledad era la mejor maestra. Creíste que era más fácil enfrentarte al mar que a él. Ahora entiendes que su forma de amarte era a través de los desafíos.
El Varuna se inclina de lado, amenazando con volcar. Las olas lo sacuden como un juguete. La vela chasquea como un látigo. El mástil se arquea tanto que duele mirarlo. El barco gime. Y tú gimes con él.
«Resiste conmigo», le suplicas, aunque sabes que el mar no escucha plegarias humanas.
Una ola golpea el casco y todo desaparece. La sal te ciega. Y, sin saber por qué, piensas en él, en el chico que dejaste en Nueva York, su risa fácil, su promesa de esperarte. Te aferras a eso para seguir peleando.
Entonces el viento cambia. Lo notas antes de comprenderlo: en la piel, en la garganta, en la tensión de los músculos sobre el timón. Es un instante. Si giras ahora, evitarás lo peor. Si fallas, la ola partirá el velero. Tus manos se cierran alrededor del timón. Giras. La ola llega. No ves. No piensas. Solo actúas. El Varuna sube. Sube. Sube. Y por un segundo, tú, el barco y el mundo colgáis en el aire. Luego la ola pasa. El velero desciende.
El mar os deja vivir. No sabes si has gritado o llorado. Solo respiras.
Cuando la tormenta se rinde, notas el frío. La ropa pegada a la piel. El cuerpo que tiembla sin permiso. El mar sigue ahí, inquieto, vigilante, vivo. Pero ya no quiere matarte. Al menos por ahora.
Te dejas caer junto al mástil. Exhausta. Temblando. La respiración te arde. Miras al cielo. Las nubes se dispersan. Un tímido rayo de sol se abre paso.
«Gracias», susurras.
No sabes a quién. A Dios, al mar, a tu padre, a ti misma. Creíste poder conquistar el océano, pero el océano no se conquista, se sobrevive. Podrías haber elegido la universidad, una vida distinta: libros, gente, cafés. Por un instante te arrepientes. Pero es breve. Elegiste aprender del mundo. Ya no importa. Estás viva.
Eres Tania Aebi, la mujer más joven en dar la vuelta al mundo sola en un velero.
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