05 enero 2022

Al otro lado del velo 1




Parte 1


Estaba anocheciendo cuando la calle empezó a llenarse de brujas, vampiros y fantasmas. Para Oliver era un día más en su miserable vida y eso que solo tenía quince años. Se había mudado recientemente a Brundall, un pueblo de Norfolk, desde Gales y sus nuevos compañeros se habían dedicado a convertir su vida en un infierno.
    —Obélix —le insultó un joven disfrazado de vampiro.
    Oliver le ignoró y siguió caminando de vuelta a casa. Sin embargo, el vampiro acompañado de su clan, no iba a darse por vencido.
    —¿Me dejas chuparte la sangre? Seguro que está súper dulce —añadió mientras los cuatro vampiros le rodeaban cortándole el paso.
    «Odio Halloween», pensó Oliver.
    Les conocía y sabía muy bien de lo que eran capaces. Los pocos segundos que transcurrieron hasta que una familia con niños pequeños giró en la esquina más cercana, se convirtieron en eternos minutos. Al verles, los vampiros se alejaron unos metros, lo que facilitó su huida. Era consciente de que no iban a tardar mucho en alcanzarle. En su carrera desesperada encontró una casa con la puerta del jardín entreabierta. Se coló dentro y cerró tras él. Desde la puerta le increparon para que saliera durante diez minutos. Cansados de esperar, tocaron el timbre para llamar la atención de la familia. Oliver se escabulló al jardín trasero, donde vio una gran arbolada. Las voces cada vez más cercana lo impulsaron a saltar la pequeña valla y a correr colina arriba. Conforme más se internaba entre los árboles, menos podía ver por dónde iba. En su huida, tropezó con una raíz y cayó de bruces. El clan le seguía y le recortaba distancia. Se puso en pie y volvió a correr. Las fuerzas le fallaron, no era un joven atlético, nunca lo había sido, pero además en los últimos meses había empezado a usar la comida para sentirse mejor y había engordado.

    A no mucha distancia de allí, Isolda, una chica algo más joven que Oliver, paseaba por ese mismo bosque. Se había escapado del festejo por la noche de Samhain. Todo su pueblo se estaba divirtiendo, en cambio, ella solo quería estar sola. Su madre y su hermana la agobiaban. No entendían que estuviese todo el día llorando desde que su padre apareció muerto. Se negaba a creer que fuera muerte natural, alguien tuvo que asesinarlo.

    Oliver sentía calambres en las piernas y no podía respirar. Se escondió detrás de un árbol enorme y los jóvenes pasaron de largo. Sus dedos tocaron un surco liso en el rugoso tronco. No era un simple corazón junto a las iniciales de dos jóvenes, era un símbolo mucho más elaborado. Recorrió el surco de una de las espirales hasta llegar al punto central donde convergían los tres brazos simétricos. Al llegar al centro, abrió la mano, cuando toda su palma estaba en contacto con el símbolo, este se iluminó, poco a poco, hasta que su luz pudo ser visible desde varias decenas de metros.

    Isolda, atraída por la luz, caminó hasta el árbol sagrado. Cuando estaba a tan solo cinco pies de distancia pudo distinguir el símbolo iluminado. Tres óvalos unidos en su parte central rodeados por un círculo cerrado. Había oído hablar de él, pero nunca lo había visto en ese roble. Recorrió el primer óvalo, mientras pronunciaba doncella; el segundo, madre y el tercero, anciana. Al colocar la palma de su mano sobre el símbolo, la luz se apagó y la chica se alejó del árbol sin darse cuenta de que se había abierto un agujero en el tronco.

    Las pisadas de los chicos cada vez más cercanas, consiguieron que Oliver se dejara caer al suelo, no podía más estaba cansado y solo. Sabía que no podía escapar, así que se quedó allí y escondió la cabeza entre los brazos. En el silencio de la noche, un ruido parecido al sonido que provocaba una puerta corrediza al abrirse, llamó su atención. Ahora la luz salía de dentro del tronco. Sintió curiosidad y sin pensarlo se coló por el hueco. Nada más poner el segundo pie dentro, un ruido seco le hizo girarse. Ya no estaba la grieta. No había salida. Tampoco vampiros. Pero estaba atrapado. La luz cada vez se volvía menos intensa. Parecía que quería que la siguiera, le iluminaba el camino. Tendría que correr para no perderla, se iba volviendo más rápida por segundos.
    El suelo era rocoso y las paredes parecían un tronco de madera. De pronto, una calavera a la derecha, después dos huesos más a la izquierda. Más tarde tendría que atravesar algunos metros en los que el suelo estaba cubierto de esqueletos calcinados y el hollín cubría hasta las paredes del tronco. Se detuvo al ver los esqueletos, sin embargo la luz seguía su curso. No podía perderla o quedaría a oscuras. Volvió a correr como alma que lleva el diablo. Cuando consiguió alcanzarla de nuevo, ésta se detuvo. Poco a poco se fue difuminando hasta desaparecer. Los ojos de Oliver necesitaron unos instantes hasta que se habituaron a la oscuridad. Instantes que aceleraron su corazón hasta casi llevarlo al borde del infarto. Una luz mucho más tenue que la anterior le indicó la salida del túnel. Corrió hasta ella con miedo a que ésta pudiera desaparecer como lo hizo la otra.
    El bosque había cambiado, los árboles eran más pequeños y estaban más juntos, aunque él no notó la diferencia. Tampoco reparó en la luna mucho más grande ni apreció que su fase había pasado de cuarto creciente a estar llena. No le importaba mucho, solo agradecía estar fuera de esa cosa, fuera lo que fuera y que sus compañeros no estuvieran allí.
    Oyó un rumor de agua, una cascada tal vez. Se encaminó hacia ella, no le vendría mal, lavarse las manos, la cara, se sentía sucio después de haber atravesado la nube de cenizas. Una pequeña laguna se abrió paso ante sus ojos. No estaba solo. Un chapoteo aceleró de nuevo su corazón cuando por fin se había relajado. Se arrastró por encima de una roca para asomarse y ver de dónde venía ese sonido. Era una joven, estaba de pie, se dejó caer hacia atrás, permitiendo que el agua la atrapara en su seno. «¡Está desnuda!» Volvió a levantarse y caminó hacia la orilla. su pelo era tan largo que parecía que nunca fuera a acabar de salir del agua. La vio recogerse la melena a un lado para escurrírsela, pero en ese momento, la oscuridad le proporcionaba intimidad suficiente. Oliver aprovechó para lavarse las manos y la cara, mientras ella se vestía.

    Isolda emprendió el camino de vuelta a casa sin ser consciente de que alguien la seguía, hasta que un crujido en una rama, la alertó. Se giró y agachó a la vez, como sí de una felina se tratase. Escuchaba, pero no oía nada ni veía a nadie. «Habrá sido un animal». Aún así decidió acelerar el paso. Si la pillaban fuera del muro de noche, podría tener un castigo bastante doloroso. Llegó hasta el muro construido con piedras. Se recogió el vestido, haciéndose un nudo a la altura de la cadera y lo escaló con un agilidad propia de la experiencia en escapadas nocturnas.

    Oliver llegó hasta la pared de piedra y a pesar de que había visto a la chica hacerlo, se sintió incapaz de imitarla, por lo que recorrió el perímetro buscando una mejor manera de llegar al otro lado. Cuando encontró una enorme puerta cerrada, no se atrevió a llamar. «¿Quién sabe lo que puede haber en su interior?». Siguió caminando en busca de algún lugar donde refugiarse durante la noche. Pensó que a la mañana siguiente todo se volvería más claro y seguro que encontraría el camino de regreso a casa. De todas formas, nadie lo echaría de menos, su padre trabajaba esa noche en el hospital. Encontró un montículo pegado al muro, seguro que le proporcionaría cierto aislamiento del viento. Se acurrucó en el suelo y al cabo de un rato empezó a tiritar. Se puso la capucha de la cazadora y se cubrió con hojas secas, para aislarse del frío.
    Oliver se despertó sobresaltado al oír unas fuertes pisadas, creyendo que una manada de lobos le acechaba. Al abrir los ojos vio que estaba solo, pero el sonido seguía ahí. Se acercó sigiloso hasta donde podía ver la puerta, logró observar de refilón como alguien a caballo atravesaba el muro. La luz del día le permitió encontrar un punto débil. Un hueco del tamaño de un puño que le permitía asomarse. Lo primero que vio fue una mujer, alta y muy bella. Su pelo rojizo le caía formando ondas hasta la cadera. A su lado, dos jóvenes. Oliver reconoció a una de ellas, era la joven de la noche anterior, rivalizaba en belleza con la que podría ser su madre. Sus vestidos eran similares: manga larga, recto hasta los tobillos y colores llamativos. La madre iba de rojo, la joven que había conocido de azul y su hermana, quizá un año más joven, de amarillo. Las tres con un cordón en la cintura a modo de cinturón y una capa que podría ser de lana sujeta por un broche.

    La reina Boudica observaba al procurador romano Cato Deciano, ataviado con una fina túnica de color blanco y por encima una toga de color rojo. Parecía enfadada, más bien furiosa.
    —Mi marido, el rey Prasutago, pactó con el emperador Claudio, que mis hijas gobernarían el reino en coalición —le gritó Boudica.
    —Claudio, ha muerto y Nerón ha ordenado anexionar estas tierras a su imperio. La ley romana no acepta ni aceptará nunca el reinado de una mujer.
    —No mientras yo viva. Jamás cederé mis dominios —le contestó Boudica en voz áspera y decidida.
    —No estoy aquí para negociar con vos, ya no tiene autoridad. ¡Soldados registrad el pueblo e incautad todos los enseres de valor!
    La guardia real les cortó el paso.
    —¡Los que se resistan, apresadlos! —añadió Cato.
    Los britanos se defendieron, pero al ser minoría acabaron atados con cuerdas, observando cómo su reina no se dejaba intimidar y les impedía la entrada a su casa a los romanos.
    —Azotadla —ordenó Cato.

CONTINUARÁ...



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