Un soldado la sujetó por detrás, mientras ella se
resistía, otro le agarró por las muñecas y se las ató a un palo. Como
última defensa Boudica le lanzó un escupitajo. Enfadado fue hacia su
espalda y le rasgó la túnica dejándola prácticamente desnuda.
Continuaba insultándoles, mientras la fustigaban. —Podéis disponer de
sus hijas —volvió a decir Cato.
Oliver no pudo seguir mirando, se sentó con la espalda apoyada en el
muro y las manos tapándose los oídos. Sin embargo no era suficiente
para dejar de escuchar los insultos desesperados de la madre y los
gritos desgarrados de las jóvenes, que le quemaban por dentro. La
bilis fluyó hasta su estómago vacío y no tardó mucho en querer salir.
Se puso de rodillas, mientras las lágrimas le recorrían la cara y la
bilis llegó hasta su boca y vomitó.
Los gritos cesaron siendo sustituidos por el galope de unos diez
caballos. Oliver los vio alejarse, tras ellos cinco hombres a pie
arrastrados por una cuerda, apenas si podían mantener el ritmo. La
polvareda les ocultó en segundos.
Oliver reunió el poco valor que le quedaba para mirar a través del
agujero. Seguían atadas y no había nadie que pudiera socorrerlas. Las
dos jóvenes lloraban abatidas en el suelo. La madre trataba de
levantarse pero las fuerzas le fallaron. Con una voz de ultratumba
pidió ayuda. Pero, nadie lo acudió. Así que Oliver, por primera vez en
su vida, cambió su miedo por odio y ese odio por coraje. Primero
desató a la madre, que una vez libre se arrastró como pudo hasta su
hija pequeña. Oliver liberó a la joven de la laguna. No se movía.
Intentó quitarle el pelo de la cara para ver si estaba bien, pero nada
más sentir su mano se encogió asustada.
—Tranquila, no voy a hacerte nada —le dijo, pero solo empeoró las
cosas, ya que la joven no le entendía.
Levantó las manos y les enseñó las palmas. Al ver la cara de la madre
inyectada en sangre, su miedo volvió y se alejó corriendo. «¿Qué
diablos es este sitio? ¿Una secta?» Retornó a la laguna, se lavó las
manos con furia, se enjuagó la boca aún con el sabor a bilis, a
continuación toda la cara, después se desnudó y se metió en el agua
helada, pero él no sentía nada. Estaba limpio, sin embargo seguía
sintiéndose sucio.
Al salir, Oliver supo que había llegado el momento de llamar a casa y
pedir ayuda. Sacó su móvil de última generación, lo encendió solo para
descubrir que no tenía cobertura. Durante horas recorrió la zona hasta
la extenuación, nada que le indicara hacia donde dirigirse: ni
ciudades, ni cobertura, ni siquiera tendidos eléctricos. «¡El árbol!».
Era fácil saber cuál era, el más grande de la zona. No había marca.
¿Se había equivocado de árbol o la marca había desaparecido?
Isolda, siguiendo el mandato de su madre, fue a buscar al chico que
les había ayudado. Lo encontró tocando el árbol sagrado. Había
olvidado que la noche anterior se iluminó durante unos segundos. «No
podía ser romano». Su vestimenta era de lo más extraña: unos
pantalones en varios tonos de azul y raídos como si acabaran de
atacarle lobos salvajes. Por los dioses «¿qué era esa cosa negra que
llevaba por la parte de arriba del cuerpo?». Por no hablar de su pelo,
parecía rubio, pero lo llevaba tan corto que ni siquiera podía
asegurarlo.
—¿Viste el símbolo? —le preguntó Isolda.
Oliver dio un bote asustado al oír su voz. Se giró y vio a la chica.
Mantenía la distancia. Su belleza le intimidaba, sin embargo, su
aspecto delicado como el de un gentil cervatillo, le aportaba cierta
confianza. Creyó reconocer la palabra símbolo, se parecía mucho al
galés que tan familiar le resultaba.
—Anoche vi un símbolo —le dijo en galés, esperando que le
entendiera.
La chica buscó una rama, dibujó un símbolo en la tierra y le dijo:
triqueta. Oliver negó con la cabeza. No era el símbolo que vio. Buscó
su propia rama e intentó dibujarlo.
—Triskel —dijo la joven en referencia a su dibujo—. Soy Isolda.
—Oliver.
¿Isolda? No era un nombre común, aunque le sonaba mucho, lo había
escuchado recientemente. Pero, ¿dónde? Su pueblo y lenguaje no eran
actuales. Eran todos pelirrojos y sus ropas antiguas. Los hombres a
caballo parecían romanos. Reina… —Boudica —dijo en voz alta Oliver.
—Madre —respondió Isolda
—Futuro —dijo señalándose.
Todo lo que decía parecía una locura para él, en cambio, ella no
parecía sorprendida.
—… Bardo… Ven.
De camino a la aldea, Isolda intentó contarle con palabras sencillas
que los bardos eran los sabios de su tribu y ellos podrían ayudarle.
El chico la miraba con cara de no estar entendiendo lo que le decía.
Le condujo al lugar por donde trepó la noche anterior y le pidió que
esperara allí.
Unos minutos más tarde, unas prendas de ropa caían a los pies de
Oliver. Se vistió con una túnica corta de color azul bordada y con
flecos, y unos pantalones sujetos a los tobillos en color marrón. La
chica le tiró un cordón y le señaló la cintura. Por último, unas botas
algo desgastadas realizadas con pieles de animales y una capa de
lana.
Antes de desaparecer de nuevo, Isolda le señaló la dirección de la
puerta. Cuando Oliver llegó, ella ya le estaba esperando. Él se sentía
inseguro mientras ella le examinaba de arriba a abajo. Creía que podía
dar el pego, sin embargo, la cara de la chica cambió al llegar a su
pelo, entonces supo que el disfraz no iba a camuflarlo. Se preocupó
cuando Isolda hizo un gesto de dolor al agacharse, pero no se atrevió
a sacar el tema. Ella cogió una piedra caliza, la trituró golpeándola
con otra más dura y con el polvo se frotó las manos, pasándoselas por
su pelo todavía húmedo. No podía verse directamente, pero su sombra en
la tierra le devolvió una especie de cresta.
Una decena de casas amontonadas le dieron la bienvenida, todas ellas
tenían una planta circular, construidas con piedras y lo que parecía
ser barro. El techo estaba cubierto de paja. A Oliver le sorprendió el
agujero central, por el que veía salir humo. Las viviendas se iban
haciendo más grandes conforme se iban adentrando. Incluso en algunas
podía ver varias estancias a las que accedían desde un patio central.
Isolda entró primero en su casa para informar a su madre de que lo
había encontrado. A continuación le hizo un gesto a Oliver para que
entrara. Se la presentó como la reina Boudica. Como agradecimiento, la
reina invitó al chico a la cena que había organizado para debatir con
los nobles de la aldea cómo estaban las relaciones con el emperador
romano.
Una veintena de hombres y mujeres se reunieron entorno a una gran
mesa. Oliver se sentó al lado de Isolda, dispuesto a hacer todo lo que
ella hiciese. Lo que más le llamó su atención fueron sus grandes
mostachos. Se parecían a los de Obélix, lo que le recordó una época
que odiaba, pero a la que deseaba volver. La cena fue un pedazo de
carne quemada por fuera, pero cruda por dentro, un trozo de pan en las
mismas condiciones y de bebida a elegir entre: un agua marrón o un
líquido negruzco que hacían llamar cerveza. Se arriesgó con la
cerveza, no pensaba beber de ese agua que a saber la de bacterias que
podía contener.
Durante la cena observó atento a los nobles, apenas podía entender lo
que decían, pero no hacía falta, entre sus gestos y los vítores del
resto cuando terminaban de contar sus hazañas, se completaba la
historia.
Isolda acompañó a Oliver a hablar con el bardo de la tribu. Le contó
lo que sucedió la otra noche, aunque obviando que el chico era de otra
época.
—En la noche de Samhain, el velo que separa los mundos se vuelve muy
frágil y vulnerable. Oliver tocó un triskel, solar, masculino y
vinculado al dios Dagda. Isolda, tú una triqueta, lunar, propio de la
feminidad y asociado a la diosa Dana. Juntos se complementan y forman
un todo. Tan solo con que los tocarais a la vez fue suficiente para
rasgar el velo —les contó el bardo.
—¿Cómo podemos volver a abrirlo? —preguntó Isolda.
—Esperando al siguiente Samhain.
Isolda miró a Oliver, deseando que no lo hubiera entendido, pero no
fue así, su cara triste le delataba. Aunque ella no compartía su
tristeza, una parte de ella se alegró al saber que aún permanecería
allí durante trece ciclos lunares.
Después de insistir durante medio ciclo lunar, Isolda consiguió
convencer al joven del futuro para que aprendiera a luchar. Siora, su
hermana, sería la encargada de enseñarle. Salió de su casa ataviada
con una túnica azul de manga corta por debajo de las rodillas, con la
cara pintada de azul brillante y trenzas estratégicamente distribuidas
por su pelo enredado. Le conferían un aspecto feroz y bastante
salvaje. Cuando la vio empuñar una espada con una mano y un hacha con
la otra, Oliver tragó saliva y retrocedió unos pies, provocando risas
entre las chicas.
Dos ciclos lunares de duro entrenamiento y multitud de heridas de
diferente consideración hicieron falta para que Oliver fuera capaz de
vencerla en un combate. Si pudiera verse en un espejo, no se
reconocería. Su cuerpo había perdido la forma redondeada, dejando al
descubierto una musculatura más propia de un guerrero que de un joven
estudiante de secundaria. Siora se acercó a él, con pintura azul en
sus dedos.
—Guerrero Oliver, estás listo para la batalla —le dijo, mientras
esparcía el tinte azul por su cara y torso desnudo.
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