09 enero 2022

Al otro lado del velo 3




Parte 3  (Si no has leído los capítulos anteriores pulsa aquí)


    Oliver observó desde el grupo de guerreros como la reina Boudica había reunido a los líderes de las demás tribus para que se unieran a ella contra los romanos. El chico ya entendía lo suficiente como para poder seguir la conversación.
    —¿Por qué tendríamos que comenzar un enfrentamiento? Nosotros vivimos en paz con ellos —dijo uno.
    —Eres tú la que busca venganza —dijo otro.
    —No es mi guerra. Una legión romana se dirige a la isla de Mona, en estos momentos, para exterminar a los druidas —dijo Boudica.
    —No tenemos constancia de eso —añadió el más robusto.
    —Invoquemos a la diosa Andraste y dejemos que ella sea la que decida.
    Boudica levantó las manos y miró hacia la copa del árbol sagrado, pidiendo que le mandara una señal que les indicara el camino que deberían seguir. Un gesto solo apreciado por unos ojos escépticos a las creencias místicas de la época, como los de Oliver, divisaron como la reina separaba las piernas, segundos antes de que una liebre saliera corriendo de la túnica en la dirección en la que supuestamente estaba el asentamiento romano mas cercano.
    Todos los líderes, gritaron al unísono: ¡guerra!, mientras elevaban sus espadas. Oliver entendió que Boudica estuviese llena de odio y rencor, pero la facilidad con la que había convencido a esos barbaros sería inconcebible en el siglo XXI.

    Con el inicio de los ciclos de luz, llegó a oídos de Boudica la noticia de que los druidas habían sido pasados a cuchillo por los romanos. Los lideres de las tribus acudieron a la reina, quien dio la orden de atacar. Los carros de guerra partieron cargados con: espadas largas y cortas, hachas, lanzas y escudos de madera o acero según la casta a la que pertenecía la familia, partieron hacía Camulodunum.
    Cientos de miles de guerreros britanos se congregaron a las afueras de la ciudad comandados por Boudica. Se prepararon para la batalla con la única protección de una cota de malla y un casco de cresta, los más afortunados. Muchos de ellos incluso a pecho descubierto, con la única protección de los dioses y la tintura azul. Los ancianos y los niños permanecían en la retaguardia. Una emboscada en una zona boscosa, acabó en pocos días con la infantería de Quinto Petilio Cerial. Solo el comandante y parte de la caballería sobrevivieron, poniendo tierra de por medio.

    Al final de la contienda, Oliver e Isolda se reunieron con Boudica a la puerta del templo de Claudio donde las mujeres y los niños se habían refugiado. Oliver vio como la reina daba la orden de quemarlo. Al ver la espeluznante escena, huyó sin entender por qué tanta crueldad.

    Isolda buscó desesperada a Oliver al llegar al campamento, lo había perdido de vista durante el incendio. Lo localizó bañándose en un rio cercano. Él le pidió que no se acercara, estaba desnudo. Pero a ella le dio igual, ya le había visto así alguna vez, mientras lo observaba escondida. Se quitó la capa y el vestido, poniéndolos sobre una roca. Cuando Isolda llegó a su altura, Oliver estaba de espaldas, colocó sus brazos alrededor de su cuello, atenazó sus piernas por encima de las caderas del chico y le besó en la mejilla.

    Oliver la hizo girar alrededor de su cuerpo, mirándola ensimismado. Era la mujer más bella que había tenido entre sus brazos, bueno, la única en realidad, ninguna chica se había sentido atraída por él antes. Por primera vez desde aquel día, se atrevió a tocarle el pelo rozándole ligeramente la mejilla.

    Isolda le sonrió. Oliver no era como los salvajes de su época. En sus ojos había bondad. A su lado, se sentía protegida. Los recuerdos de la violación se habían convertido en un mero susurro. Se dejó llevar hasta que sus labios se tocaron y se fundieron en un dulce beso.

    Mientras acampaban a las afuera de Londinium, Isolda reconoció al joven que caminaba hacia ellos. Había pertenecido a su tribu, pero la abandonó para convertirse en druida. Le contó como había conseguido escapar de la gran masacre. Además disponía de información importante para la reina. Isolda le acompañó hasta ella. El joven le informó de que Cayo Suetonio Paulino había ordenado a sus tropas retirarse de la ciudad, al sentirse incapaz de defenderla. Su madre reunió a un grupo de guerreros y los envió a incendiar la ciudad y masacrar a sus habitantes.
    —Mañana pondremos rumbo a Viroconium —anunció Boudica.
    Isolda se había mantenido al margen de la contienda, junto a Oliver, pero no al margen del dolor que le provocaba ver tanta muerte y destrucción. Tantos ciclos lunares de duro enfrentamiento empezaba a hacer mella en ella. Intentó hablar con su madre para hacerla cambiar de opinión. Sin embargo, ella seguía cegada por el odio y el resentimiento.
    —La muerte no es gloriosa —le gritó Isolda.
    —Si tienes miedo de morir, vuelve a casa —le respondió Siora—. Madre, yo voy a luchar mañana a tu lado.

    El vate cogió una liebre preparada para la cena, sin pronunciar ni una sola palabra, le cortó el cuello, vertiendo la sangre del animal sobre la palma de Isolda. El líquido rojizo recorrió la línea de vida de su mano y goteó hasta la tierra fundiéndose con ella.
    —Vas a tener una larga vida —le predijo.
    —¿Y yo? —preguntó Siora.
    Realizó la misma operación, sin embargo el líquido no se movió.
    —Los dioses no me responden.

    Oliver cabalgaba en silencio, ¿quién le habría dicho, el día que llegó, que acabaría siendo uno más? Su pelo le llegaba por la barbilla y gracias a la cal se había vuelto cobrizo. Se había acostumbrado a la vestimenta y ahora caminaba con esas botas como si las hubiera usado toda la vida. Incluso era capaz de entender su lengua. Solo se arrepentía de no haber prestado más atención en clase. Así sabría cuál era el destino que les esperaba.
    Tenía un mal presentimiento, había visto suficientes películas de guerra, de esas que se realizaban a pie, no de las modernas con sus bombas, para saber qué aventurarse en un valle con montañas a ambos lados nunca era una buena idea. Los valles eran los lugares perfectos para emboscadas, dado que no podrías franquear, ni rebasar al enemigo. Detuvo su caballo y desmontó, deseando que Isolda se quedara con él. Fingió que necesitaba orinar. Cuando vio aparecer los últimos carros, volvió para continuar la marcha.
    Desde la lejanía los jóvenes contemplaron con estupefacción una lluvia de lanzas. Los guerreros britanos retrocedieron. Quedando aprisionados entre la infantería romana y sus propios carros. Oliver suplicó a Isolda que le siguiera hasta la colina más cercana. Desde allí contemplaron el baño de sangre. La primera fila de britanos yacía en el suelo: pisoteados y los heridos pasados a cuchillo, mientras que los legionarios de la primera hilera perfectamente organizada avanzaba protegidos por sus impenetrables escudos. De pronto se separaron, Oliver e Isolda se miraron sin entender nada.
    —Mira, están dejando paso a la segunda fila —le dijo Oliver.
    —Nos van a masacrar, son muchos menos, pero saben lo que hacen —le respondió Isolda.
    Oliver quiso llevársela lejos, pero ella no podía irse. Su madre, su hermana y su pueblo seguían allí.

    Isolda vio como Boudica daba orden de retirada con la mano, por fin aceptó que no podían ganar esa batalla. Por suerte, la infantería romana no les siguió. El amargo trayecto de vuelta les llevó medio ciclo lunar.
    La noche previa a su llegada, Isolda vio cómo su madre se internaba en el bosque y a su hermana siguiéndola. Sospechó que algo tramaba por lo que decidió seguirla. Su madre se había detenido a los pies de un tejo, conocido como el árbol de la vida y la muerte, ya que su hoja no cae con el frío y su fruto provoca la muerte… «¡No!», gritó. Pero ya era tarde, Boudica se había llevado a la boca una bola rojiza. Corrió hasta ella, pero su hermana Siora llegó antes.
    —Madre, ¿qué has hecho? —le recriminó Siora.
    —Hijas, espero que sepáis perdonarme —pronunció en un susurro.
    El veneno hizo su trabajo a la perfección y en pocos segundos Boudica dejó de respirar en los brazos de Siora.

    Ciclos después los vigilantes de la aldea avisaron de que diez soldados romanos se aproximaban.
    —¡Queremos a Boudica! —gritaron desde fuera.
    A la mente de las jóvenes llegaron las imágenes de su violación. Siora ante la mirada aterrada de Isolda, corrió hasta el pozo de las serpientes y sin darle tiempo a su hermana de reaccionar, se arrojó. Cuando Isolda llegó hasta el pozo, el cuerpo de Siora daba unas últimas convulsiones y quedaba inerte.
    Oliver consciente de que tenía que sacarla de allí. Cogió la mano de Isolda y la condujo hasta el lugar del muro por donde la joven llevaba toda su vida escapándose. Ambos saltaron y corrieron todo lo rápido que pudieron hacia el tupido bosque. Permanecieron abrazados hasta que la noche les atrapó, ayudándoles a ocultarse de los romanos.
    Pero de pronto, una luz fue cogiendo fuerza hasta cegarles. Entonces comprendieron que había llegado la hora de despedirse. Era el peor momento posible. «¿Cómo voy a dejarla sola?», se preguntó Oliver. Se acercaron al árbol y esta vez vieron los dos símbolos iluminados. Uno a cada lado del tronco. Ambos sabían lo que tenían que hacer y colocaron sus manos a la vez. El agujero se abrió. Él la miró y ella fingió una sonrisa para que no se sintiera mal por abandonarla. Oyeron un galope acercándose, ella se giró asustada mientras que Oliver se dejó llevar por su instinto. La agarró por la cintura y saltó hacia el interior del árbol. El agujero se cerró tras ellos. Ya no había vuelta atrás. Corrieron por el túnel esquivando los cadáveres calcinados. Ahora Oliver sabía que fueron ladrones celtas condenados por sus fechorías.

    De vuelta en su época, caminaron hasta el pueblo y nada más poner un pie en su calle, sus compañeros, ahora disfrazados de zombis no le parecían tan fieros, se colocó en posición defensiva blandiendo la espada en su mano. Debió de resultar convincente porque huyeron despavoridos.

FIN



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