Querido Cupido:
No sé si esta carta te llegará entre tanto caos sentimental que dejas a tu paso, pero necesito desahogarme. Porque, sinceramente, no entiendo qué clase de juego retorcido te traes conmigo. No es por ser descortés, pero creo que te vendría bien un curso de puntería o, al menos, una revisión de tus métodos de emparejamiento, porque lo mío ya parece una broma de mal gusto, y tú, querido arquero del amor, eres el único responsable.
Vamos a ver, criatura alada, ¿qué problema tienes conmigo? Porque, a juzgar por tus flechazos, diría que o tienes puntería de francotirador en un terremoto o que, directamente, me odias. De verdad, explícamelo, porque ya no sé si me estás lanzando flechas o dardos envenenados.
Tomemos como ejemplo tu última gran obra maestra: Daniel. Sí, ese Daniel. 1,85 de estatura, sonrisa encantadora, amante de los gatos, un leve aire misterioso que le daba un toque interesante… y, según sus propias palabras, «un hombre comprometido con su crecimiento personal». Qué ironía, porque resultó estar comprometido, pero no con su crecimiento, sino con su ex. Esa misma ex de la que juraba estar completamente desligado y con la que, casualmente, todavía compartía Netflix, perro y domingos de brunch «por costumbre».
Y yo, ilusa de mí, caí. Caí con una elegancia de dibujo animado resbalando en una cáscara de plátano. Y ahí estaba yo, con el corazón latiendo más rápido que un WiFi gratis en una cafetería, escribiéndole poemas de amor a alguien que, al parecer, tenía más doble vida que un agente encubierto.
Pero, claro, no todo podía ser perfecto, ¿verdad? A ver, Cupido, ¿acaso te molestaste en leer la letra pequeña de su contrato sentimental antes de encajarme el flechazo? Porque resulta que el buen Javier tenía una habilidad casi artística para olvidar detalles fundamentales, como mencionar que todavía compartía un apartamento con su ex «porque el alquiler está carísimo». O que no creía en las etiquetas, pero sí en tener otras opciones abiertas «por si acaso». Y yo, que confié en ti, terminé llorando sobre una pizza tamaño familiar mientras veía comedias románticas y maldecía tu nombre.
Es que, vamos a ver, ¿tienes algún tipo de filtro o simplemente disparas al azar? Porque, si es lo segundo, podrías al menos darme un aviso antes de que me lance de cabeza al vacío emocional sin paracaídas. No sé, una señal, un mensaje subliminal, un post-it en la frente que diga: «Cuidado, este tipo es un desastre emocional». Algo. Lo que sea.
Lo peor es que no es la primera vez. ¿Me tienes como experimento de laboratorio? Yo ya no sé si esto es incompetencia, sadismo o simplemente que me has tomado como tu conejillo de Indias romántico. ¿Acaso te divierte ver cómo caigo una y otra vez? ¿Eres de los que se sientan con un bol de palomitas a ver mis fracasos amorosos? Si es así, dime dónde vives, porque te voy a mandar la factura de todas las terapias postruptura que me has provocado.
No sé qué he hecho para merecer esto. He sido buena. No rompo corazones, no juego con los sentimientos ajenos y hasta me aprendí los nombres de sus amigos y sus cumpleaños. Y, sin embargo, aquí estamos: otra decepción, otro desamor, otra noche en la que me debato entre hacerme monja o adoptar cinco gatos.
Así que, querido Cupido, te pido encarecidamente que revises tu base de datos, que cambies de flechas o que, por lo menos, te pongas gafas antes de disparar. Porque, a este paso, lo único que me queda es hacer un ritual de protección contra tus desatinos amorosos. Y te advierto que soy muy capaz de ello.
Con poca fe en tus habilidades, pero con la esperanza de que recapacites,
Atentamente,
Una víctima de tus malas decisiones.
|
No hay comentarios:
Publicar un comentario