Skårdvik es un pequeño pueblo más allá del círculo polar ártico, que se ha ganado su reputación por las auroras boreales que iluminan sus noches. Sin embargo, el fenómeno que define esta región parece estar desvaneciéndose y, lo más extraño, desplazándose a latitudes inusuales, como si una fuerza mayor estuviera reescribiendo las leyes de la naturaleza.
He regresado al pueblo en el que nací, liderando un equipo de investigación que lleva semanas recopilando datos sobre fluctuaciones en el campo magnético terrestre. Hoy, aprovechando que es el solsticio de invierno, hemos colocado el espectrómetro y el magnetómetro en un claro cercano, lejos de las luces del pueblo, para encontrar respuestas. La temperatura es implacable; el aire helado penetra mis guantes, pero ignoro el frío, absorta en las lecturas. Cuando el reloj marca la medianoche, el cielo se transforma: tonos de verde, azul y púrpura ondulan como entidades vivas. Entonces, percibo una anomalía: los instrumentos registran, con precisión alarmante, una perturbación inesperada en la ionosfera.
Un murmullo interrumpe mis pensamientos y pido a mis compañeros que guarden silencio. Un sonido casi imperceptible parece emanar de las luces. Al principio, creo que es el viento entre los árboles, pero pronto distingo un ritmo, casi como una melodía. Mi corazón se acelera cuando una columna de luz desciende del cielo hasta tocar el hielo. El aire dentro de la columna vibra, distorsionado como el calor sobre el asfalto en verano.
Instintivamente, retrocedo, pero me resbalo y caigo de espaldas. Uno de mis compañeros trata de acercarse para ayudarme, mas le pido que no se acerque. A mi mente salta una advertencia que solía hacer mi abuela: «Nunca te acerques demasiado a las luces. Te pueden llevar». Intento aferrarme a la lógica científica, pero no puedo evitar tomar precauciones: soy la líder de la expedición y debo minimizar los riesgos.
La columna de luz permanece a escasos metros de mí y, pese a mi miedo, la curiosidad me domina. Extiendo la mano hacia ella. Siento un tirón invisible, una fuerza que me absorbe. Todo se descompone en un torbellino de colores hasta que, de pronto, me encuentro en una vasta llanura iluminada por un cielo amarillo verdoso. Las estrellas forman patrones extraños, y una luna gigantesca llena el vacío. Flotando delante de mí hay estructuras cristalinas que emiten pulsos de luz, como si se comunicaran entre sí.
Entonces los veo: seres translúcidos, de una apariencia etérea, como figuras humanoides hechas de agua líquida que brilla tenuemente. Su cuerpo carece de rasgos definidos, pero se ondula y cambia como si estuviera formado por luz líquida. Aunque no tienen ojos, siento que me observan. Sus emociones no llegan como palabras, sino como una corriente cálida que envuelve mi mente: curiosidad, vigilancia y un toque de miedo. Es como si cada emoción tuviera un eco en mi pecho, reverberando dentro de mí.
«¿Quiénes sois?», me pregunto, y aunque no hablo, ellos parecen entenderme.
Uno de ellos, más brillante que los demás, se adelanta. Su luz es más intensa y tiene un patrón rítmico. De alguna forma, sé que se llama Kael.
«Has cruzado el umbral —percibo en mi mente—. Estás en el Intersticio, el espacio entre dimensiones. Tu llegada no fue un accidente».
«Pero si estoy aquí por casualidad», pienso.
«Nada aquí es casual —me corrige con firmeza—. Los portales se están debilitando. Si colapsan, las dimensiones se fundirán en una sola, y el caos destruirá todo».
Mientras Kael habla, noto que los demás seres parecen moverse en armonía con él, como un coro invisible que resalta sus palabras. Una sensación de urgencia atraviesa el grupo, y mi propia ansiedad se intensifica al percibirla.
Antes de que pueda procesar sus palabras, Kael materializa un orbe entre mis manos. El artilugio vibra con una energía indescriptible, un zumbido que parece resonar en mis huesos.
«Debes llevar esto de vuelta y colocarlo donde el portal se abrió en tu mundo. Es la única forma de restaurar el equilibrio».
Un nuevo tirón me arrastra de vuelta al claro y el Intersticio se desvanece ante mis ojos. La sensación es desconcertante. Cada célula de mi cuerpo se desintegra y se reensambla en un parpadeo. El aire helado del Ártico me golpea con fuerza, y la familiaridad del paisaje me aturde. Estoy tumbada en el hielo y, por un momento, creo haberlo soñado. La presión en mis manos me confirma que el orbe sigue ahí, frío y vibrante. Mis compañeros me observan con preocupación.
—¿Estás bien? —me pregunta uno de ellos. Asiento, pero mi mente está lejos—. ¿Puedes salir de ahí?
No acabo de entender la pregunta: ¿por qué no iba a poder hacerlo?
Dejo el orbe en el hielo durante unos segundos para ponerme de pie. El artilugio emite calor y comienza a derretir el hielo. Retrocedo temerosa, cuando un estallido de energía me lanza varios metros hacia atrás, justo cuando el haz de luz desaparece.
El cielo vuelve a estar oscuro y silencioso. Mis compañeros me ayudan a incorporarme y me examinan incrédulos. Al parecer, mi cuerpo ha caído inerte en el suelo durante diez minutos, en los que ellos no han sido capaces de atravesar la pared invisible de la columna de luz. Les relato lo que he vivido, aunque sus miradas me dicen que creen que estoy delirando.
—¿Y cómo explicáis lo del orbe? —les increpo. Nadie me responde.
A pesar de mis reticencias a abandonar el lugar sin averiguar qué ha ocurrido con la esfera, no me lo permiten. Me conducen de vuelta al pueblo.
Esa noche, apenas duermo. A la mañana siguiente, una de mis compañeras entra en mi habitación sin llamar de forma apresurada.
—Tienes que ver esto.
Me entrega una tablet que muestra un video de noticias. Imágenes satelitales revelan un remolino colosal en el océano Austral, cerca de la Antártida. Varios barcos han desaparecido en la región, tragados por el vórtice.
—¿Crees que podemos haber sido nosotros? —me pregunta.
—¿Tienes las coordenadas?
—Sí, el epicentro del remolino está… —su voz se interrumpe mientras consulta en la tablet—. No te vas a creer esto.
—No me lo digas. Coincide con nuestras antípodas.
—Exacto, ¿cómo…
Paso el día contactando expertos y analizando datos, buscando un nexo entre lo ocurrido y el remolino. Pero no hay tiempo para teorías: el vórtice sigue creciendo.
Esa misma noche, nuevas noticias sacuden al mundo: los barcos desaparecidos han comenzado a reaparecer en lugares remotos, como costas deshabitadas o en medio de continentes. Las tripulaciones, desorientadas, hablan en lenguas desconocidas.
Finalmente, la pieza final encaja. El orbe, el portal, el Intersticio… Cada elemento es parte de un sistema que no comprendo del todo. Mi acción restauró el equilibrio en Skårdvik, pero también desató algo mucho mayor.
Mientras mis compañeros discuten qué hacer, miro por la ventana. Las luces del norte han regresado, pero ahora sus destellos brillan como un recordatorio de mi error y de un peligro que no sé si podremos contener.
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