05 marzo 2025

El precio de la burla


El carnaval siempre ha sido mi época favorita del año. La ciudad se llena de luces, de risas, de música que resuena en cada rincón. Es una noche mágica, donde cualquiera puede ser quien quiera, donde las máscaras esconden rostros y revelan verdades que a plena luz del día no nos atrevemos a mostrar.
      Este año, sin embargo, el carnaval tiene un significado diferente para mí. No solo es una fiesta, sino la oportunidad perfecta para ajustar cuentas con alguien que un día fue mi mejor amigo y que después se convirtió en mi peor tormento.
      De niños jugábamos juntos en el jardín de mi casa, construíamos fortalezas con mantas y jurábamos que seríamos amigos para siempre. Pero todo cambió cuando llegamos al instituto. Nuestros caminos se bifurcaron. Mientras yo me sumergía en la brujería, aprendiendo sobre pociones, hechizos y lectura de cartas, Adrián se convirtió en la estrella del equipo de fútbol.
      Nos volvimos dos polos opuestos y, poco a poco, él se alejó de mí.
      Una noche, tras haber ganado un partido importante, el equipo organizó una celebración en su honor. Entre vítores y aplausos, Adrián me llevó aparte y, con la voz temblorosa, me confesó que estaba enamorado de mí. Me quedé en silencio, sin saber qué responder. Adrián siempre había sido mi mejor amigo, pero yo nunca lo había visto de esa manera. Me puse nerviosa y me sentí incómoda, así que, quizá con demasiada torpeza, le dije que no sentía lo mismo. Desde ese momento, su actitud cambió por completo.
      Ya no solo me ignoraba en los pasillos, sino que se burlaba de mí frente a sus amigos. Cualquier oportunidad era buena para ridiculizarme. Mis pociones, mis libros de hechizos, mi ropa. Todo servía para que él y su grupo se rieran de mí.
      Al principio me dolía, pero con el tiempo el dolor se convirtió en furia. Si quería jugar, jugaría. Y yo tenía la mejor forma de darle una lección.
      Mis padres son dueños de una tienda de disfraces, y en épocas de mucho jaleo suelo ayudarles. Se acercaba el carnaval y decidí poner en práctica un hechizo que llevaba tiempo perfeccionando. Preparé una máscara especial: madera oscura, filigranas doradas que parecían moverse bajo la luz. Esa noche, monté una sección de disfraces caseros dentro de la tienda, esperando que Adrián pasara por allí. Y lo hizo, riendo con su grupo de amigos.
      Me acerqué con la máscara en la mano y se la ofrecí con una sonrisa.
      —Este disfraz es único —dije—. Te hará el centro de atención, te verás como nunca antes.
      Adrián alzó una ceja y, en lugar de responderme directamente, se volvió hacia sus amigos con una sonrisa engreída.
      —¿Lo veis? Os dije que esta tía sigue colada por mí —presumió con suficiencia.
      Sus amigos rieron por lo bajo. Yo fingí no haber escuchado su comentario y, en cambio, reforcé mi tono adulador.
      —Eres el capitán del equipo, Adrián. La gente te admira. Si llevas esto, no habrá nadie que pueda apartar la vista de ti.
      Se cruzó de brazos, como si deliberara, pero al final me quitó la máscara de las manos con un gesto despectivo y se la llevó sin pagar ni dar las gracias.
      Al inicio de la noche, era el alma de la fiesta. Bailaba, reía, encantaba a todos como siempre. Pero a medida que avanzaban las horas, su risa se volvió ronca. Su piel, más áspera. La máscara se había fundido con su rostro. Su cabello creció salvajemente, sus manos se ensancharon con garras afiladas.
      Las miradas de admiración se tornaron en horror. Sus amigos intentaron quitarle la máscara, pero era inútil. Adrián rugió, su voz ya no era humana. Corrió entre la multitud, buscando ayuda, pero nadie quería acercarse. En sus ojos brillaba el miedo. Y entonces, me buscó.
      —¡Haz que pare! —suplicó con la voz entrecortada.
      Me crucé de brazos.
      —Solo hay una forma de romper el hechizo.
      —Lo que sea —jadeó—. Dímelo.
      —Reconoce lo que has intentado ocultar. Admite la verdad.
      Silencio. Sus amigos se acercaban con burla en los ojos.
      —Mírate, Adrián —señaló uno de ellos, riendo—. Antes eras el más guapo, el más admirado, y ahora eres un monstruo. ¡Es patético!
      Pero no todos reían. Algunos dieron un paso atrás, con los rostros desencajados por el miedo. Cuando Adrián intentó hablar, su voz era un gruñido inhumano, gutural, imposible de comprender. Extendió una mano en busca de ayuda, pero sus garras afiladas hicieron que sus propios amigos se apartaran horrorizados.
      —¡Aléjate! —gritó uno de ellos.
      Otro, que había intentado tocar la máscara antes, ahora miraba sus propias manos temblorosas, como si temiera que algo de la maldición pudiera pegarse a él.
      Adrián bajó la cabeza, avergonzado. Pero algo en su expresión cambió. Respiró hondo y levantó la mirada hacia mí, ignorando las burlas.
      —Siempre estuve enamorado de ti —dijo con voz firme—. Desde que éramos niños. Me dolió cuando me rechazaste, pero lo que más me dolió fue alejarme de ti, fingir que no me importabas. Intenté olvidarte, pero nunca pude.
      La máscara crujió. La piel áspera desapareció. Sus garras se encogieron hasta ser solo dedos temblorosos. Cuando levantó la vista, era él otra vez. Pero sus ojos, por primera vez, no eran los del chico perfecto.
      Eran los de alguien que había cambiado.
      Sus amigos intentaron acercarse, fingiendo simpatía.
      —Venga, tío, no te lo tomes tan en serio. Fue una tontería. Volvamos a la fiesta.
      Pero Adrián se apartó de ellos.
      —No. Ya no quiero ser parte de esto —los miró con decepción—. Me reí de otros para encajar con vosotros. Me convertí en alguien que no reconocía. Pero ya no.
      Se giró hacia mí.
      —Lo siento, de verdad. No solo por haberte ignorado, sino por todo lo que hice para alejarte de mí.
      Lo miré en silencio. Ya no era el chico que me había rechazado. Ni era el líder arrogante de su grupo. Era solo Adrián, el niño con el que compartía tardes enteras jugando en el jardín. Y ahora, podía ver en sus ojos que me veía de verdad, como yo a él.
      Le sonreí suavemente.
      —Ahora es mi turno de confesarte algo —dije—. Con el tiempo, también me enamoré de ti.
      Su expresión se iluminó con una mezcla de sorpresa y alegría. Dio un paso hacia mí, y antes de que pudiera pensar demasiado en ello, me besó. Fue un beso dulce, tierno, de aquellos que se dan con el corazón desnudo.
      El carnaval siguió su curso a nuestro alrededor, pero para nosotros, esa noche marcaba el inicio de algo nuevo.



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