Desde que tenía memoria, Melodía había bailado. Antes de aprender a caminar, su madre aseguraba que movía los pies en la cuna al ritmo de cualquier melodía que sonara en la radio. La música siempre había sido su refugio y su alegría, una especie de idioma secreto que solo ella entendía. Mientras otros niños jugaban con muñecas o construían castillos de arena, Melodía se paraba frente al televisor, imitando los pasos de los bailarines en los programas musicales. Su madre, una costurera con un talento oculto para el canto, la animaba constantemente. «Canta con el alma, baila con el corazón», le decía. Y Melodía absorbía esas palabras como si fueran un mantra.
Con los años, su talento la llevó a los escenarios más prestigiosos. No fue un camino fácil: noches de ensayo hasta el amanecer, zapatos desgastados de tanto girar y una fatiga que a veces la hacía dudar de su propio destino. Pero cada vez que la música empezaba, toda la fatiga desaparecía. El público la ovacionaba, y en esos momentos sabía que había nacido para esto. La danza y el canto no eran solo su vocación; eran su esencia.
Una noche, tras una función espectacular en un teatro de renombre, entró en el camerino y observó a una mujer de porte elegante frente al espejo. Era la gran Sofía Montenegro, una leyenda del teatro musical. Melodía había crecido admirándola, estudiando sus movimientos y entonaciones, soñando con compartir escenario con ella. Sin embargo, en lugar de la generosidad que imaginaba en alguien de su estatura artística, vio desprecio en su mirada. Sofía hablaba con altivez, humillando a los bailarines y coristas que la rodeaban, como si fueran meros accesorios de su grandeza. «Sin mí, este espectáculo no sería nada», decía con arrogancia, sin darse cuenta de las miradas de cansancio y resentimiento a su alrededor. Se creía la única estrella de aquel universo de luces y aplausos, pero Melodía vio más allá de su fachada: una mujer atrapada en su propio reflejo, ahogada en la necesidad de ser venerada.
Melodía comprendió entonces que una diva de verdad no necesitaba pisotear a nadie para brillar. No era la fama lo que hacía grande a una artista, sino su pasión y su entrega. Su madre, que se levantaba de madrugada para trabajar y aun así encontraba tiempo para cantarle nanas cada noche, era una diva. Las mujeres anónimas que luchaban por sus sueños sin esperar reconocimiento, eran divas. Pensó en la profesora de danza que le enseñó que la grandeza no estaba en los aplausos sino en la dedicación. Pensó en aquella cantante de la calle que cada mañana ponía su alma en cada nota sin esperar nada a cambio. Y entendió que el arte no era poder ni dominio, sino generosidad y amor.
Con esta convicción, Melodía decidió seguir su propio camino. Cantó, bailó, creó su propio arte sin dejarse atrapar por el ego ni la soberbia. Hubo momentos difíciles, espinas que se interponían en su jardín, personas que intentaban hacerla dudar de su talento. A veces, sentía que el peso de la industria la aplastaba, que la presión por encajar en un molde le robaba la alegría que la música le había dado desde niña. Pero cada tropiezo solo la hizo resurgir con más fuerza. Su esencia no dependía de titulares ni de focos; ella era libre en el escenario, como un pez en el mar. Y cuando las notas llenaban el aire, no había críticas que pudieran apagar su fuego.
Con el tiempo, su nombre se convirtió en sinónimo de talento y generosidad. No tenía miedo de compartir su luz, de impulsar a otras mujeres a encontrar su voz. Recordaba a todas aquellas que la habían inspirado y trataba de ser para otros lo que ellas habían sido para ella. Abrió una academia para jóvenes talentos, no para fabricar estrellas, sino para enseñarles que la pasión y el esfuerzo eran lo que realmente importaba. Y así, en cada aplauso, en cada nota sostenida con el alma, demostró que la verdadera grandeza radica en la humildad.
Una noche, antes de salir a escena, se miró en el espejo y sonrió. Su reflejo le devolvió la imagen de una mujer valiente, poderosa, una tormenta de arte y pasión.
«Esa diva soy yo», susurró. Y salió al escenario para seguir brillando, sin más corona que su amor por la música.
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