21 mayo 2025

Que el karma te devuelva la mitad


Todos mis amigos duermen. Mientras tanto, yo, la campeona indiscutible de la madurez emocional, madrugo para ir a la compra. La luz de la mañana es suave, casi tímida, como si también estuviera cuestionando mis decisiones de vida. «¿Seguro que no prefieres seguir en la cama como el resto del mundo?», parece preguntarme. Pero no, aquí estoy, caminando con la dignidad de quien ha decidido ser una persona funcional.
      He comprado avena, aguacates para rato y algún que otro capricho saludable que mi terapeuta aprobaría con una sonrisa cómplice. Porque claro, ¿qué es la sanación si no un carrito de compras lleno de alimentos ricos en omega-3 y decisiones de adulto? Ya lo tengo todo, pienso con satisfacción. Pero el todo es engañoso. Como los gimnasios que dicen estar para todos los niveles y luego te miran raro si te cansas subiendo las escaleras de entrada.
      Regreso a casa, la bolsa colgada del brazo como si llevara los ingredientes para la felicidad absoluta. Los auriculares me protegen del mundo exterior, inundándome con música ligera, esa que los algoritmos consideran adecuada para alguien que claramente ha decidido poner su vida en orden. En mi rutina disciplinada también hay espacio para el gimnasio (aunque más bien lo visito para justificar el postre), para el retiro espiritual del mes pasado (donde aprendí a respirar profundo y a fingir que no quiero lanzar cosas) y para los ejercicios de mindfulness que me enseñaron a no colapsar frente a los pequeños inconvenientes de la vida. Y funcionaban. Hasta que miro el móvil. Hasta que apareces tú.
      No hay mensaje, ni llamada perdida, ni siquiera una mención indirecta en redes. Pero ahí estás. Como una mala película que insisten en pasar en la tele cada año, como el chicle pegado en el zapato que no viste a tiempo. Estás en una foto que alguien subió, en el comentario que dejaste en una publicación, en el recuerdo que mi mente insiste en desenterrar cuando menos lo espero. La paz se quiebra en un segundo. La estabilidad se tambalea. Y lo siento, pero quiero que nada te vaya bien.
      No es moral, lo sé. No debería desearte esto. Pero tú lo hiciste todo mal, y por primera vez en meses me permito admitirlo sin suavizar los bordes. Sin excusarte. Sin justificar tus desplantes, tus silencios, tus formas crueles de hacerme sentir menos. Porque si hay algo que aprendí en terapia, además de respirar con el diafragma, es que la culpa no siempre es un adorno que me toca cargar.
      «El karma te devolverá la mitad», murmuro en voz baja, como un mantra. No necesito venganza, solo justicia cósmica. Que lo que gasté en terapia, en reconstruirme, en aprender a respirar sin sentir un nudo en el pecho, se te facture directamente en noches de insomnio y arrepentimiento. O en la pérdida aleatoria de objetos importantes. O en la inexplicable desaparición de un calcetín en cada lavadora.
      No me voy a derrumbar. No esta vez. He aprendido demasiado para eso. Sé el final de esta historia: yo estaré brillando, sin mirar atrás, sin buscarte en las sombras de las esquinas. Pero mientras tanto… mientras tanto, cuento hasta tres.
      Uno.
      Respiro hondo.
      Dos.
      Suelto el móvil. Me estiro los hombros. Me sacudo el temblor de las manos.
      Tres.
      Desapareces.



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